Alberto Mayol – Protestas y disrupción política y social en Chile 2019: crisis de legitimidad ante la “sombra” neoliberal

Los periodos de protestas de 2011 y 2019 podrían ser en realidad el mismo ciclo a nivel global. En ambos casos Chile ha sido el caso más disruptivo, no obstante ser (al mismo tiempo) un país emblemático en paz social y orden institucional durante toda la posdictadura, asumiendo que la transición política chilena fue aclamada como ejemplo. El incendiario octubre de protestas en 2019 en Chile dio lugar a una crisis sin precedentes en los casi treinta años de posdictadura y ha derivado en un cuestionamiento operacional, ya no sólo discursivo, al modelo neoliberal y al modelo político, ambos anclados en la Constitución política de 1980, la que cuenta sus días luego de la aprobación de su reemplazo por 4/5 partes de los electores en la votación que se realizó un año y siete días después del estallido social. El resumen ejecutivo de los hechos desencadenados es muy claro, aun cuando siempre hay que considerar que en estos asuntos el diablo está en los detalles. Pero en resumen los hechos derivados de esta disrupción sin precedentes han implicado: el cuestionamiento generalizado al modelo neoliberal (al punto que el candidato de más opciones en la derecha se ha declarado socialdemócrata y las otras candidaturas hoy viables son un comunista y una líder de clara orientación asistémica y personalista), el fin de la Constitución Política de 1980, el fin de la tradición constitucionalista chilena (no hay posibilidad que esa tradición se reivindique en el nuevo texto), la incorporación de una profunda agenda de género (habrá paridad en la convención constituyente, en un hecho inédito mundialmente) y habrá una modificación, probablemente radical, de la relación con los pueblos originarios. En otras palabras, una refundación. Nadie niega que esos mismos rasgos no son sólo la esperanza, sino también el problema. No hay misión más difícil que refundar. Si lo que muere cae más rápido que lo que nace, hay caos. Si cae lento, hay posible restitución. Si lo nuevo crece a gran velocidad, puede articular un nuevo orden de modo exitoso. Es una apuesta, no una certeza. Pero un país entero, cansado de las injustas certezas, ha decidido recurrir a la hipótesis de su propia capacidad como el motor de su futuro. Es osado. Y como todo lo osado, improbable. Pero épico. Lo cierto es que este detalle destruye una cosa más: la idea histórica de un Chile cuya inmadurez cultural y política suponía un pueblo que no debía hacerse cargo de su propio destino. Esa idea, ya visitada en los años de la primera Constitución (1830) y luego reiterada de diversas maneras por la tradición política oligárquica, se desmorona.

Está claro. No sólo en Chile, durante un par de años, los dioses han jugado a los dados. Mejor dicho: se quedaron a vivir en la taberna y nuestro destino parece moverse en un pequeño bote en medio de una formidable (y hermosa y oscura) tormenta.

¿Por qué el país conservador se tornó refundacional? ¿Por qué el país del mercado se tornó en un juez implacable del mercado? ¿Por qué el oasis de tranquilidad se convirtió en una sociedad disruptiva y contestataria? ¿Por qué una elite respetada se convirtió en odiada? ¿Por qué la riqueza pasó de ser el mérito para incorporar a los súper ricos en el panteón de los dioses de la cultura y la política a ser un síntoma de maldad y corrupción? Es un fenómeno sorprendente. El experimento más exitoso de la sociedad de mercado se derrumba justo antes de llegar a la meta.

Chile despertó, decían las calles. Y cuando Chile despertó, el subdesarrollo aún seguía ahí.

Pero Chile no es simplemente Chile. Es la señal de un proceso sorprendente de licuefacción del aparato normativo global, del fracaso cultural y político de la globalización devenida en asunto financiero. A nuestro juicio, lo más importante radica en comprender el alcance global de esta crisis particular y hacer notar el extraño momento histórico donde el malestar social, en el mundo, parece no tener contención.

El 2019 fue un año de disrupción social en todo el mundo. En rigor, el ciclo va desde 2018 a 2020. 56 países han vivido fenómenos de intensa protesta y disrupción, según mis cuentas. En 2011 habían sido 54. En más de un cuarto de los países con soberanías reconocidas por Naciones Unidas. No es inusual que haya procesos simultáneos de explosiones de malestar social. Desde la Segunda Guerra Mundial debemos anotar los años 1968, 1989, 2011 y 2019. Y aunque en 1968 mis cuentas dan 30 países y en 1989 mis cuentas dan 38 países, es decir, cifras más bajas; se mantiene una constante: la disrupción simultánea de varias sociedades en períodos marcados por un año emblemático, pero que normalmente duran un poco más (tres años usualmente). Parafraseando a Camus y su peste: sabemos que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el malestar no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte las masas y las mande a destruir y luchar en una ciudad que se creía dichosa. Pero esta continuidad no borra la sorpresa: ¿por qué entre 1968 y 1989 pasan 21 años y luego hasta 2011 pasan 22 años; mientras entre 2011 y 2019 hay solo 8 años? ¿Qué ha pasado (o qué no ha ocurrido) en este período que experimentamos semejante radicalización? Esto ha conducido mis procesos investigativos por años y ahora más que nunca. Pero no es menester de este documento pormenorizar dichas hipótesis. Solo diré lo más general, para empezar, comenzando por lo más amplio, como todo mal texto (y como es lo usual): la sociedad, en su proceso de interacciones de todo orden, produce energía. Y la energía toma sólo dos posibles formas: poder y malestar. El primero es el resultado de la energía que consigue estructurarse; el segundo es la deformación disruptiva del fracaso en la estructuración. Materia y materia oscura, velocidad de la luz y agujero negro, orden y explosión, regularidad y revolución, silencio y ruido, la paz y la violencia, todo eso es cierto. Pero también es cierto que todas las encuestas que han preguntado sobre los niveles de esperanza como resultado del estallido dicen claramente: Chile estará mejor, Chile despertó de un sueño falso y agobiante. El malestar y sus banderas negras ha sido liberación.

 Esta historia no se cuenta sola. Con suerte se deja traslucir.

Chile, en 2011 y 2019, fue el más numeroso en la cantidad de personas en marchas y protestas; el más extenso en tiempo de conflicto y el más explícitamente orientado, en ambos períodos de crisis, a un cuestionamiento al modelo de sociedad más que a las autoridades de coyuntura.  Juzgo de evidente que el proceso social a nivel global de expresión del malestar encuentra su símbolo más claro en Chile, al ser el país que más sintomatiza el proceso. Es bastante evidente que la existencia de energías disruptivas en la sociedad no está siendo procesada. La cuadratura entre sentido de la experiencia social, legitimidad del poder, funcionalidad de la operación y justicia (relativo equilibrio de lo deseable con lo aceptado); no sólo parece estar resentida, sino que sencillamente no parece ser posible.

Veinticinco países de los más de cincuenta que estallaron en 2018 a 2020 presentan casos emblemáticos de corrupción y esta es considerada un factor relevante del proceso de catálisis del malestar en forma de disrupción. La corrupción parece ser el punto donde se une la injusticia económica y el arbitrio político. Y cuando ello ocurre, el sistema se torna débil porque el problema radica en el lugar donde había que buscar la solución. Es indudable el peso de la caída de la capacidad de administración de la vida social por parte de las instituciones formales del Estado y la Iglesia católica, además de la pérdida de confianza en el sistema político como espacio de canalización de demandas y de producción de soluciones. En 10 años el sistema político chileno pasó a contar con menos de la mitad de su capacidad anterior. Y la desconfianza en las instituciones implica un nivel de rechazo que supera siempre el 50% de la población y que llega, en aquellas instituciones estrictamente políticas (Congreso, Partidos), a más del 90%. En nuestro esquema conceptual para entender crisis de malestar, asumimos que esto implica una falla en los moduladores del malestar. No es, propiamente tal, una causa. Pero permite que los catalizadores se desplieguen.

Vivimos en un escenario de oclocracia, esto es, el poder sale de la política y se despliega en lo que Platón entendía como la turba o lo que hoy se denomina la calle. Si lo normal es que el sistema político procese la deliberación de la ciudadanía y la entregue a instituciones capaces de modelar respuestas políticas y legales a esas conclusiones (el sueño habermasiano), la situación en Chile es muy distinta: la calle hierve de contenidos, el sistema político no existe (gobierno y Congreso tienen aprobaciones de menos del 10%) y sólo queda el gobierno en tanto órgano administrativo, que debe terminar firmando leyes en las que no cree o que incluso debe terminar presentando proyectos de ley con el solo esfuerzo de arrebatar a otros actores del sistema la posibilidad de un triunfo con potencial electoral. A veces a esto se le llama salvar los muebles.

Chile había pasado de una plutocracia representativa a una oclocracia que busca la licuefacción del orden imperante. Si la historia de la transición era la “democracia de los acuerdos”, hoy vivimos en la “oclocracia de los desacuerdos”. Todo se rompe, todo se fractura.

La escasísima distancia entre las contagiosas turbulencias sociales de 2011 y 2019 deben ser consideradas a la luz de una hipótesis cuando menos plausible: que ambos momentos pertenezcan a un mismo ciclo. Para pensar aquello el caso chileno es particularmente interesante. El año 2011 está marcado por un catalizador en el precio de la prueba de acceso al sistema universitario que redunda en un cuestionamiento a los abusos de poder de las empresas privadas contra los consumidores y la sociedad en general y la exigencia de derechos sociales más robustos en un país símbolo de la austeridad de las corrientes extremas del libremercado. La gratuidad en la educación fue el símbolo de esa lucha por derechos, que rápidamente se fue derramando hacia otras dimensiones. La legitimidad del modelo parecía contener una trizadura suficientemente extensa e inmanejable como para esperar su sutura. Las instituciones fundamentales de los procesos de recuperación cívica de la confianza en los procesos de dominación simplemente se desplomaron en un año (entre 2010 y 2011) y dejaron de ser eficaces, de modo ostentoso, de ahí en más. En un país como Chile, muy institucionalista, esto debió ser un llamado de atención.

La crisis de 2011 era políticamente muy manejable. Los petitorios eran claros y el gran tema era fortalecer las políticas de bienestar social y regular el mercado para que no tuviera abusos. Cambiar ello implicaba modificar el modelo neoliberal, por supuesto. Pero era un proceso que tenía límites definidos y que no pretendía eliminar toda la trama existente. En los siguientes años hay grandes movimientos en 2012, 2016, 2018, hasta llegar a 2019. En los casos de 2016 (contra el sistema de pensiones privado) y en 2018 (movimiento feminista), la velocidad de agregación del fenómeno (tiempo que toma un movimiento de pasar de protestas de algunos miles de personas a protestas de cientos de miles o millones) fue sorprendente. La marcha más grande de 2011 requirió 4 meses de movilización (agosto), la de 2016 requirió un mes (agosto también), las de 2018 crecieron muy rápido (en un mes), pero se mantuvieron durante tres meses (hasta julio); mientras la principal marcha de 2019 se dio una semana después del estallido social (que no fue una protesta masiva) y después se desarrolló cotidianamente en forma de decenas de marchas por varios meses, hasta que el gobierno de derecha encabezado por Sebastián Piñera ofreció un cambio constitucional como mecanismo de pacificación. Las demandas de 2011 son políticamente dibujables, las de 2012, 2016 y 2018 son muy específicas, aunque difíciles de resolver (regiones, pensiones, patriarcado). Lo de 2019 fue pura energía.

El denominado “estallido social” de 2019 comienza con una protesta por el aumento del precio del Metro en $30 pesos, equivalente a un 5% de aumento. La protesta es pequeña, un grupo de estudiantes secundarios se dirigen a estaciones de Metro y organizan “evasiones masivas”, es decir, un rito de avalancha donde mucha gente pasa los torniquetes sin pagar el Metro. Esta protesta dura casi dos semanas, pero sin mayor significado social. El aumento de las medidas de represión del gobierno, endurecidas el 16 y 17 de octubre, terminan con un 18 de octubre distópico: destrucción, incendios, saqueos y propagación de esto a diversas ciudades. Se decreta estado de emergencia, se calculan pérdidas en mobiliario urbano por miles de millones de dólares. En cuestión de horas el Presidente de la República declara estar en guerra y pasa del estado de emergencia a toque de queda nocturno. Las protestas se suceden día a día y en solo una semana más de un millón de personas marchan en el centro de la ciudad y ello se repite por todo el país, otorgando una energía de transformación (y disrupción) inédita en todo el proceso posdictadura. Estamos hablando de protestas que acumulan a casi el 20% de la población del país en sus distintas manifestaciones en el mismo día. La situación es insólita pues solo 10 días antes, en una entrevista en Financial Times, el Presidente Sebastián Piñera había calificado a Chile como un ‘oasis’ en medio de la convulsa América Latina. El espejismo de dicho oasis se derrumbaba el 18 de octubre de 2019.

Como hemos señalado en nuestro proceso investigativo, el alto peso de la deuda de los hogares (que había aumentado de un 14% a un 28% como porcentaje del ingreso de los hogares en tres años, 2014 a 2017) contrastaba con un estado con bajísima deuda. Por otro lado, el permanente esfuerzo del superávit fiscal o de un déficit discreto contrastaba con el hecho de que, según la Encuesta de Presupuestos Familiares, el 78% de las familias tenía más egresos que ingresos en cada mes. Y eso considerando que la encuesta no incluye las cuotas de créditos. Aprovechando la larga tradición durkheimiana sobre la anomia, pero incluyendo en ello los procesos de politización en su procesamiento (fuera de esa tradición), nuestra postura ha sido que se presenta una situación de “desequilibrio normativo”.  Entendemos este concepto como la incongruencia en la relación entre el ámbito operacional de la sociedad (toma de decisiones, burocracia, producción o circulación de bienes materiales o inmateriales) con respecto a sus fundamentos valorativos y normativos. Es un desequilibrio cualquier estructuración permanente de relaciones que niegan los valores que la sociedad promueve al mismo tiempo que se genera el cumplimiento de objetivos operacionales que la misma sociedad busca. Se consigue así un objetivo, pero no se respetan las bases culturales del grupo. La sociedad se erosiona. Todo modo de operación económica, todo modo de acción política, todo procedimiento cuenta con una lógica interna que, en su despliegue social, debe verse expresado y ratificado de modo consistente para que no genere desequilibrios. Las sociedades aman el orden, pero este es muy exigente y solicita permanentes movimientos de recursos en diversas direcciones. Si resulta que el movimiento de esos recursos no es coherente entre sí, hay una incongruencia. El desequilibrio normativo es el estado superior de esa incongruencia, pues se produce cuando lo que ocurre en ciertas esferas no encuentra traducción en otra.

En términos antropológicos se trata de la situación que se produce cuando es obligatorio aproximarse al mal, esto es, cuando está prescrito alejarse de la moral de la sociedad para satisfacer aspectos operacionales. Es decir, los objetos malditos de la experiencia social (sagrados, pero garantías de la presencia del mal) se tornaban obligatorios por el hecho de que la capacidad operativa del sistema estaba asociada a ellos. La crisis de legitimidad del “modelo neoliberal” era una enorme base de desequilibrio normativo. El mal era indispensable y abominable.

Desde el 18 de octubre se produjeron 30 intensos y disruptivos días. Los hechos marcados en la siguiente cronología muestran el enorme impacto del estallido social: magnitud de las protestas, magnitud de los daños económicos, acusaciones de denuncias de violaciones a derechos humanos, suspensión de tres grandes eventos internacionales (COP25, APEC, Final Copa Libertadores de América), para terminar con paquetes de medidas económicas y con el acuerdo de cambio constitucional. Aun cuando el volumen de conflictos urbanos (y algunos rurales) se redujeron después del acuerdo constitucional realizado un mes después del estallido social, la conflictividad siguió y solo se suspendió por el temor y el cambio de eje del COVID19 desde marzo. Pero ya en agosto se percibía un cambio en esa lógica y un retorno a la conflictividad, al punto de plantearse de manera abierta, incluso en el diezmado sistema político, la posibilidad de un término anticipado del gobierno. Por eso hoy el escenario, luego de un paréntesis por el COVID, vuelve donde comenzó a inicios de 2020: Piñera obtiene 7% en las encuestas de diciembre de 2020, casi igual que en diciembre de 2019 cuando obtuvo 6%.

Como he señalado, son muchas las formas de ingresar a este ciclo disruptivo. A mi juicio está claro que Chile representa, con su libremercado, con su frenesí financiero, con su sociedad de consumo; un espacio de experimentación de alta intensidad que da cuenta de las tendencias globales de las últimas décadas. Por ello Chile puede ser el símbolo de este proceso. Un editor de Bloomberg se preguntaba el 21 de octubre de 2019 si acaso no era mejor el populismo que las explosiones como la de Chile. Chile es la pesadilla del modelo, luego de ser su sueño. Chile era la luz, ahora es la sombra. Y la sombra en tanto el concepto de Freud: la sombra de nuestro modelo se ha autonomizado y se ha convertido en un agente antagonista del yo. Hoy es el lado oscuro de los últimos treinta años, devenido según Moulian en un mito, pero que hoy demuestra que no logró ser un mito integrador, fundacional, un hito articulador y querible; hoy, decimos, ese mito sólo es su propia sombra y es el horror y la necesidad de destruir sus rasgos más ominosos aun cuando con ello se puedan perder atributos que considerábamos valiosos.

 

Alberto Mayol es sociólogo, analista político y político, reside en Chile.

Académico, investigador y autor de varios trabajos sobre ciencias sociales, política y cultura. Es también libretista de ópera. Fue candidato presidencial en las Primarias presidenciales del Frente Amplio de 2017.

¡HAZ CLICK Y COMPARTE!