En las páginas que siguen vamos a plantear, de manera sintética, los obstáculos que se interponen a cualquier intento de profundizar la democracia en las sociedades capitalistas. Obstáculos que, como ha sido señalado reiteradamente desde las iniciales observaciones que el joven Marx hiciera en “La cuestión judía” sobre la escisión entre el ciudadano y el burgués, entre la igualdad en el cielo y la desigualdad en la tierra, son de naturaleza estructural y, por lo tanto, insuperables dentro de la sociedad capitalista. En otras palabras, quien no esté dispuesto a hablar de revolución, quien no esté dispuesto a hablar de socialismo, debe guardar silencio a la hora de hablar de democracia. Es completamente imposible construir un régimen democrático sobre el terreno que ofrece una sociedad estructuralmente dividida entre poseedores de fuerza de trabajo y propietarios de los medios de producción. Parafraseando a Jean Jacques Rousseau podemos decir que no hay democracia posible en una sociedad en donde unos están obligados a venderse y otros tienen la capacidad de comprarlos. Por eso la actualidad del socialismo se funda no sólo en los horrores de la economía capitalista y su insanable inmoralidad e injusticia sino también en la convicción de que la preservación del capitalismo torna inviable la construcción de la democracia1.
Claro está que faltan los que, ante un planteamiento como el que acabamos de hacer, se precipiten a señalar que bajo el capitalismo se lograron avances como el sufragio universal y un variable (por su amplitud según los casos nacionales) conjunto de libertades y derechos que lograron democratizar la vida pública y el orden político. Derechos como las libertades de expresión, de organización, de reunión, de prensa, etcétera. Esto es cierto, pero en la medida en que se recuerde, primero, que esas conquistas democráticas fueron obtenidas contra la activa militancia de la burguesía y sus clases aliadas. No fueron un “corolario natural” de la instauración del modo de producción capitalista sino el resultado de siglos de luchas protagonizadas por las clases y capas explotadas en contra del capitalismo y de la burguesía. Es decir, esos avances democráticos se obtuvieron a pesar del capitalismo y no gracias a él. Y en segundo término es también preciso recordar que esos logros están muy lejos de haber logrado una existencia real, tal como lo indica la ideología dominante. ¿Libertad de expresión, de reunión, de organización, de prensa? Sí, pero ¿para quiénes? ¿Cuál es la libertad de expresión de la que gozan los millones de excluidos, explotados y oprimidos de América Latina y el Caribe? Además, ¿expresión dónde? En el ámbito privado, en sus casas, con sus vecinos y amigos porque los grandes medios de comunicación se estructuraron como gigantescos oligopolios por completo sometidos al rígido control de la burguesía y el imperialismo. ¿Libertad de expresión con el puñado de conglomerados mediáticos que dominan la escena comunicacional en Argentina, Brasil, Chile, México, Colombia, Estados Unidos? ¿De qué hablan? Bajo estas condiciones las ideas “incorrectas”, como irónicamente las denomina Noam Chomsky, no tienen lugar alguno en el santuario comunicacional que las clases dominantes construyeron para perpetuar su dominio. ¿Y qué decir de la libertad de reunión? Sí, pero ¿para quiénes? ¿Cuándo, dónde y cómo pueden reunirse los millones de desocupados y condenados de nuestros países, que no disponen siquiera de una mínima suma de dinero que les permita salir de sus tugurios en la periferia más alejada de las grandes ciudades, tomar un transporte público y acercarse a los lugares en donde podría haber trabajo o reunirse para organizarse y luchar por un cambio?
La democracia, en consecuencia, es una inacabada e inconclusa construcción que sólo podrá llegar a florecer en todas sus dimensiones en una sociedad emancipada de la lógica mercantil y del imperativo de la ganancia. En consecuencia, los modestos avances logrados bajo el capitalismo constituyen apenas el comienzo de un proceso que, en su plenitud, deberá estar conformado por cuatro niveles distintos de progreso democrático. Sucintamente, ellos son los siguientes:
El primero, el más elemental, es lo que podríamos llamar “democracia electoral”. Este es un régimen político donde se llevan a cabo elecciones periódicas como único mecanismo para cubrir el puesto de jefe del Ejecutivo y designar los representantes del poder legislativo. Si bien hay algunas puntuales excepciones, en buena medida aún este primer y más rudimentario nivel de desarrollo democrático no deja de ser un simulacro, una formalidad vacía, desprovista de cualquier contenido significativo. Por supuesto hay “competencia partidaria”: los candidatos pueden lanzar intensas campañas, los comicios pueden ser disputados encarnizadamente y el entusiasmo popular durante la campaña y en el día de las elecciones puede –aunque cada vez menos– ser alto. Pero éste es un gesto aislado, porque el resultado de esta rutina poco o nada cambia nada en términos de las políticas públicas, los derechos de los ciudadanos, o la promoción del bienestar público. La intensa competencia entre Hillary Clinton y Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses del 2016 así como la que enfrentó a Barack Obama y John McCain en 2008 o a John Kerry y George W. Bush en del 2004 (para poner tan sólo unos pocos ejemplos) reposaba sobre un consenso fundamental que en lo más mínimo afectaba los fundamentos del capitalismo norteamericano. Tal como reiteradamente lo recuerda Noam Chomsky, no existe el “bipartidismo norteamericano.” Allí hay un solo partido: el del capital, con dos alas. Una, un poco más recalcitrante y encarnada en los republicanos y otra un poco más sensible desde el punto de vista social, que personifican los demócratas. Pero eso es todo.
Lo mismo vale para las elecciones en casi todos los países en donde el electorado es confrontado por dos, tres o cuatro candidaturas y coaliciones que se disputan su favor… ¡para hacer lo mismo! En la América Latina de los noventas la discusión electoral se ceñía a ver a quién sería más eficiente en aplicar las políticas del Consenso de Washington. Luego de las elecciones venezolanas de diciembre de 1998 y el inicio del “ciclo progresista” todo aquello cambió, pero aquélla había sido la norma durante décadas. Hoy, cuando la “oleada progresista”, para usar una expresión de Álvaro García Linera, está en reflujo la situación se ha deteriorado considerablemente con el auge de una derecha fomentada abiertamente por Estados Unidos (que la organiza, financia, asesora, inventa sus líderes y respalda incondicionalmente) y los permanentes procesos de desestabilización en contra de los pocos gobiernos que pretenden instalar una agenda pública congruente con las necesidades de sus clases y capas populares. En otras palabras, el margen real de “opción”, o de “elección” que tienen los pueblos en el ámbito del capitalismo es bastante limitado. Por eso, este nivel, el de la “democracia electoral” es el “grado cero” del desarrollo democrático, el punto de partida más elemental, y nada más.
Pero hay un segundo nivel, que denominamos “democracia política”. En este caso se avanza un paso más allá de la democracia electoral al establecerse un régimen político que permite algún grado de representación política efectiva, una más nítida división de poderes, una mejoría en los mecanismos de participación popular mediante la institucionalización de plebiscitos y consultas populares, facultades para los cuerpos legislativos, la creación de órganos especializados para controlar el Ejecutivo, derechos reales de acceso público a la información, financiamiento de campañas políticas con las arcas estatales, instrumentos institucionales para minimizar el rol de los grupos de presión política e intereses privados, etc. Es en este nivel donde aparece con claridad la figura de la “ciudadanía política”, en el sentido más pleno del término. Estamos hablando, en este caso, de las democracias del mundo escandinavo y del Norte de Europa. El ámbito geográfico donde hallamos este modelo es básicamente ese, con la posible adición de Canadá. Huelga decir este tipo de régimen político es completamente desconocido en los capitalismos latinoamericanos, excepción hecha de los procesos de transformación en curso en Venezuela y, hasta hace unos años en Ecuador y más recientemente en Bolivia, que en su momento y venciendo grandes obstáculos avanzaron resueltamente en esa dirección. El resto de los países de la región no logra despegar del nivel de la democracia electoral.
Un tercer y más desarrollado tipo de arreglo democrático es el que podría designarse con el nombre de “democracia social”. En este caso el régimen democrático no sólo satisface los requerimientos de los dos primeros niveles sino que ambos sirven de plataforma para el pleno desarrollo de una “ciudadanía social”. La aparición en este nivel de la “ciudadanía social” se fundamenta en el otorgamiento de un amplio espectro de derechos y habilitaciones de todo tipo en términos de estándares de vida y acceso universal a la educación, la vivienda, la salud, la seguridad social, la recreación y toda una gama de bienes públicos puestos a disposición del conjunto de la población. Como observó Gosta Esping-Andersen, un buen indicador del grado de justicia social y del vigor de la “ciudadanía social” en un país lo ofrece el grado de des-mercantilización de la oferta de bienes y servicios requeridos para satisfacer las necesidades básicas de las personas. En otras palabras, la des-mercantilización significa que una persona puede sobrevivir sin depender de los vaivenes caprichosos del mercado, es decir, sin subordinarse a los imperativos de la acumulación capitalista y la búsqueda de la ganancia. Tal como lo señala ese autor, la des-mercantilización “fortalece al trabajador y debilita la autoridad absoluta de los empleadores. Ésta es precisamente la razón por la cual los empleadores han estado siempre en su contra”2.
Donde la provisión de educación, salud, vivienda, recreación y seguro social –para mencionar algunas las áreas más comunes– está libre del sesgo de exclusión introducido por el mercado, probablemente seremos testigos del nacimiento de una sociedad justa y una democracia fuerte3. La otra cara de la “mercantilización”, es decir, la conversión de derechos en mercancías, es la exclusión dado que solamente aquellos con dinero suficiente podrán adquirir los bienes y servicios que son inherentes a la condición de ciudadano. Por lo tanto, aquellas “democracias” incapaces de proveer un acceso universal y equitativo a los bienes y servicios básicos –lo que quiere decir que éstos dejaron de ser concebidos como derechos ciudadanos universales– no satisfacen las premisas básicas de una teoría sustancial de la democracia, entendida no solamente como un proceso formal de elección de autoridades, en la tradición schumpeteriana, sino como un paso definitivo hacia la construcción de una buena sociedad Jean-Jacques Rousseau quien señaló, con razón que: “Si se quiere construir un estado fuerte y duradero se debe asegurar que no tenga ni un extremo de la riqueza ni otro de pobreza. No debe tener ni millonarios ni mendigos. El uno y el otro son inseparables, y ambos son letales para el bien común. Donde existen, la libertad pública se convierte en una mercancía de trueque. El rico la compra, el pobre la vende”4.
La situación en Latinoamérica se ajusta tristemente a lo que Rousseau percibió como un rasgo “letal para el bien común”. Esto no fue el resultado del juego de ignotas fuerzas sociales, sino la consecuencia de un proyecto de refundación reaccionaria del capitalismo impuesto por la coalición perversa de las clases dominantes locales y el capital internacional que se enseñoreó de nuestra vida pública desde hace más de medio siglo. Los países escandinavos (¡sin caer en imprudentes idealizaciones!) y los latinoamericanos ilustran las características contrastantes de esta dicotomía. En los primeros hay una ciudadanía políticamente eficaz, que disfruta del acceso universal a los bienes y servicios básicos incorporada como roca fundacional del “contrato social” de los países nórdicos. Esto significa un “salario del ciudadano” –un seguro universal contra la exclusión social porque garantiza, mediante canales políticos e institucionales “no mercantiles”, el goce de ciertos bienes y servicios que, en la ausencia de tal seguro, serían adquiridos en el mercado solamente por aquellos sectores cuyos ingresos les permitieran hacerlo5. En el “capitalismo democrático” latinoamericano, en cambio, con su mezcla de procesos políticos superficiales de concesión de derechos políticos y electorales que conviven con la simultánea –y creciente– privación de derechos fundamentales terminó convirtiendo a estas democracias en un formalismo vacío, como lo demuestra el hundimiento de la pseudodemocracia chilena, la nave insignia del modelo económico y político neoliberal en América Latina. Es por eso que, después de casi cuarenta años de “transición democrática” seguimos transitando en busca de la tierra prometida, en un camino que cada vez se hace más largo y cuesta arriba. Como consecuencia tenemos democracias sin ciudadanos empoderados por una amplia variedad de derechos y “capitalismos democráticos” cuyo objetivo supremo es garantizar las ganancias de las clases dominantes, la tranquilidad de los mercados pero no el bienestar social de la población.
Por último, el cuarto y más alto grado de desarrollo democrático es la “democracia económica”. La base de este modelo es la creencia de que si el Estado ha podido ser democratizado no existen razones para excluir a las empresas privadas del impulso democrático. Inclusive un autor tan identificado con la tradición liberal como Robert Dahl rompió con el reduccionismo político propio de esa perspectiva al argumentar que “del mismo modo que apoyamos el proceso democrático en el gobierno del Estado a pesar de las imperfecciones substanciales en la práctica, también respaldamos el proceso democrático en la administración de emprendimientos económicos a pesar de las imperfecciones que esperamos existan en la práctica”6.
Sin embargo podemos –y debemos– seguir un paso más allá, y afirmar que las empresas privadas modernas son tan sólo “privadas” si es que se atiende exclusivamente a la definición jurídica que el estado burgués establece para caracterizar las relaciones de propiedad. Pero allí termina el carácter “privado” de estas firmas. Su gigantesca gravitación en la vida económica así como también en la esfera política e ideológica las ha transformado en verdaderos actores públicos que no pueden ni deben ser exceptuados de los alcances de un genuino proyecto democrático. ¿Podemos realmente decir que emprendimientos como Alphabet (Google), Microsoft, Facebook, Amazon y Apple son asuntos “privados”?7 Hacerlo equivaldría a consagrar una especie de “cretinismo juridicista” que arrojaría por la borda las observaciones de Antonio Gramsci acerca del carácter arbitrario de la distinción propia del derecho burgués entre lo público y lo privado. Una democracia económica significa que el soberano popular debe disponer de las capacidades efectivas para decidir sobre los más importantes asuntos de la vida económica que inciden, directa o indirectamente, sobre sus condiciones de existencia sin importar si tales decisiones son tomadas originalmente por actores privados o públicos, o si afectarán a unos o a otros. Contrariamente a lo que postulan las teorías liberales, si hay una cosa que es política en la vida social es la economía. Y decimos “política” en el sentido más profundo del término: la capacidad de tener un impacto sobre la totalidad de la vida social, condicionando las oportunidades de vida de toda la población mediante la regulación del modo en que se distribuyen recursos escasos imprescindibles para el sostenimiento de una vida digna. Por eso nada puede ser más político que la economía, un ámbito que en el capitalismo condena a la mayoría a una existencia pobre o miserable mientras que derrama toda suerte de riquezas sobre una afortunada minoría. Lenín tenía razón: la política es la economía concentrada. Todo el discurso neoliberal sobre la “independencia” de los bancos centrales, por ejemplo, y su reticencia a aceptar la discusión pública de las políticas económicas en términos más generales, argumentando que son asuntos “técnicos”, más allá del alcance de la comprensión del hombre y la mujer comunes, son una cortina de humo ideológica para evitar la imprescindible intromisión del elemento democrático en el proceso de toma de decisiones económicas efectuadas inclusive por organizaciones que el derecho designa como “privadas”.
Para concluir: luego de décadas de dictaduras, luchas sociales y muchísimo derramamiento de sangre Latinoamérica llegó al primer y más elemental nivel de desarrollo democrático. Pero, tal como lo observábamos más arriba, inclusive este modesto logro ha sido constantemente acosado por fuerzas enemigas que no están dispuestas a ceder sus privilegios tradicionales de acceso al poder y la riqueza. La “ofensiva restauradora”, como la denominara el ex presidente ecuatoriano Rafael Correa, no tuvo descanso y apeló a todos los recursos imaginables: desde “golpes blandos” y los ardides del lawfare para destituir a gobernantes como “Mel” Zelaya, Dilma Rousseff y Fernando Lugo hasta sangrientos golpes militares a la antigua usanza como el perpetrado en noviembre del 2019 en contra de Evo Morales en Bolivia pasando por procesos extorsivos contra gobernantes corruptos que, como en el caso del Ecuador, se concretaron en la incalificable traición de Lenin Moreno, que cometió además una enorme estafa electoral a quienes votaron por el programa de la Revolución Ciudadana para hacer exactamente lo contrario. Sin olvidar, por supuesto, las intensas y sostenidas campañas de desestabilización sufridas por el gobierno de Cristina Fernández en la Argentina y, más recientemente, por el de López Obrador en México para ni hablar de las “sanciones” contra gobiernos como los de la República Bolivariana de Venezuela y Nicaragua, amén del criminal bloqueo que Cuba, esa maravillosa isla rebelde, sufre desde hace 60 años. Creo que la lista es suficientemente ilustrativa de los obstáculos enormes contra los cuales deben luchar los pueblos de Nuestra América para construir una democracia digna de ese nombre.
Si por doquier la sociedad capitalista demostró ser una base inestable y bastante poco propicia para construir un orden político democrático, el capitalismo dependiente y periférico latinoamericano ha dado pruebas de ser aún menos apto para tal emprendimiento. Las clases dominantes de América Latina están resistiendo con fiereza a la fuerte presión popular encaminada a la apertura de nuevos caminos de participación política y autogobierno que podrían conducir hacia la plena realización de la democracia. Algunas experiencias específicas –como el “presupuesto participativo”, las reiteradas convocatorias a referendos o plebiscitos populares en Venezuela– y antes en Bolivia y Ecuador –y la democracia de base en Cuba fundada en altos niveles de compromiso y participación políticas en el lugar del trabajo y el barrio– son pasos significativos en esta dirección hacia un nuevo modelo de democracia. El paradigma tradicional: la “democracia liberal”, está agotado y desprestigiado y su progresiva desaparición es sólo cuestión de tiempo. Ya la advertimos no sólo en Latinoamérica sino en buena parte de Europa y en el escandaloso tránsito estadounidense desde una “democracia de baja intensidad” a una desembozada plutocracia8. Sus deficiencias han adquirido proporciones colosales, y los descontentos ya son legiones tanto en las naciones capitalistas avanzadas (los “chalecos amarillos” en Francia son sólo el caso más conocido entre muchos) como en la periferia, donde las rebeliones antineoliberales en Chile y Haití han adquirido connotaciones heroicas. Se necesita con urgencia un nuevo modelo democrático. Cierto: su reemplazo todavía está en formación, pero las tempranas señales de su llegada comienzan a ser discernibles.
Al contrario de lo que han afirmado muchos observadores tibios, esos que tienen pasión por esa “neutralidad ética” que Dante Alighieri condenaba a los más terribles suplicios en La Divina Comedia, la crisis del proyecto democrático en Latinoamérica va mucho más allá de las imperfecciones del “sistema político” y se origina en la contradicción insoluble, potenciada hasta lo indecible en la periferia del sistema. Contradicción entre un modo de producción que, al condenar el asalariado a encontrar a alguien dispuesto a comprar su fuerza de trabajo para asegurar su mera subsistencia, es esencialmente despótico y antidemocrático; y, por otro lado, un modelo de organización y funcionamiento del espacio político basado en la presunta igualdad de todos los ciudadanos que es desmentida por la desigualdad imperante en el terreno de la economía. Como resultado, las democracias formales en Latinoamérica están sufriendo el asedio de las políticas neoliberales que vienen a ser una auténtica contrarreforma social, decidida a llegar a cualquier extremo para reproducir y potenciar el dominio irrestricto del capital. Las políticas impulsadas y auspiciadas por el mercado, y para el bien de los mercados, no pueden ser políticas democráticas en absoluto. Estas han causado el agotamiento progresivo de los regímenes democráticos construidos a un costo muy alto en términos de vidas y sufrimientos humanos, y nuestros regímenes democráticos se convierten en una pura formalidad despojada de todo contenido significativo, un simulacro periódico del ideal democrático, mientras que la vida social retrocede a una guerra “cuasi-hobbesiana” de todos contra todos, abriendo la puerta a todo tipo de situaciones aberrantes9.
Lo dicho es especialmente cierto en sociedades donde la autodeterminación nacional ha sido socavada –¿irreparablemente?– por el peso creciente que los agentes económicos y políticos transnacionales tienen en la toma de decisiones domésticas, a tal punto que la palabra “neo-colonias” describe a muchos de nuestros países con más precisión que expresión “naciones independientes”. De esta manera, la cuestión que se plantea con más y más frecuencia en Latinoamérica es la siguiente: ¿hasta qué punto se puede hablar de soberanía popular, condición esencial de la democracia, en ausencia de soberanía nacional? ¿Soberanía popular para qué? ¿Puede un pueblo sometido al dominio imperialista llegar a tener ciudadanos autónomos y capaces de organizarse democráticamente? Bajo estas condiciones altamente desfavorables solamente un modelo democrático muy rudimentario, la “democracia electoral”, puede sobrevivir. Por consiguiente, la lucha por la recreación de la democracia en Latinoamérica –esto es, la conquista de la igualdad, la justicia, la libertad, la participación ciudadana y el autogobierno de los productores– es inseparable de un combate resuelto en contra del despotismo del capital, convertido en un poderoso actor globalizado. Esto quiere decir que más democracia implica, necesariamente, menos capitalismo. Lo que Latinoamérica ha obtenido en las cuatro décadas de su trabajosa “transición democrática” ha sido precisamente más capitalismo y no más democracia verdadera, y es contra eso que los pueblos de toda la región se están rebelando cada vez con mayor energía.
Atilio Borón es sociólogo, reside en Buenos Aires.
Politólogo, sociólogo, catedrático y escritor argentino. Doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts). Profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET.
Notas:
1 En un libro publicado hace ya unos años planteábamos la necesidad de abandonar el uso de la expresión “democracia capitalista” y reemplazarla por la más precisa, teóricamente hablando, de “capitalismo democrático”. ¿Cuál es la diferencia? Decir que Estados Unidos (o la Argentina, Chile, etcétera) es una democracia capitalista implica afirmar que ese país tiene como su rasgo sustantivo y esencial a la democracia, mismo que es modificado por una contingencia adjetiva: el capitalismo. La realidad es exactamente la contraria: lo esencial, en EEUU como en nuestros países es el capitalismo, y lo adjetivo, lo que le otorga un cierto matiz, es la democracia. Friedrich von Hayek lo dijo con todas sus letras al apoyar al gobierno de Pinochet: la libertad de mercado (el capitalismo) es una necesidad, la democracia es una conveniencia. Por eso la exigencia de hablar de “capitalismos democráticos” en lugar de la expresión engañosa de “democracia capitalista.” A la hora de salvar a uno u otra, las clases dominantes siempre se manifestaron a favor de sacrificar la democracia con tal de mantener el capitalismo. Con tal de lograr este objetivo sostuvieron al nazismo, a los fascismos y cuanta dictadura militar medró en el planeta. Una amplia discusión sobre el tema se encuentra en Atilio A. Boron, Tras el Búho de Minerva (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000), disponible en www.atilioboron.com.ar y en la Biblioteca Virtual de CLACSO http://biblioteca.clacso.edu.ar/ Una reflexión muy actual sobre el pensamiento liberal en la pluma de su máximo propagandista se encuentra en mi El Hechicero de la Tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (Madrid, Buenos Aires, México: AKAL, 2019)
2 Gosta Esping-Andersen The Three Worlds of Welfare Capitalism (Princeton, Princeton University Press, 1990), p. 22
3 La pandemia del “coronavirus” puso en evidencia este flanco escandaloso de la “democracia” estadounidense al revelar que 44 millones de “ciudadanos” (¿?) carecen de cualquier tipo de atención médica y otros 38 millones pueden acceder de modo muy precario e insuficiente. ¿Puede llamarse a un país que somete a su ciudadanía a estas privaciones una “democracia”?
4 Jean-Jacques Rousseau, The Social Contract and Discourse on the Origin of Inequality (Nueva York, Washington Square Press, 1967), p. 217.
5 No obstante, la crisis general del capitalismo detonada en el 2008 limitó en parte el ejercicio de estos derechos en esos países. La situación actual, en el marco de una brutal recesión de la economía mundial desatada por un sinnúmero de contradicciones propias del actual proceso de acumulación capitalista, sobre todo por su “hiperfinanciarización”, y los efectos de la pandemia del “coronavirus” muy probablemente terminen por redefinir la naturaleza de los capitalismos democráticos en un sentido u en otro, a favor de su radicalización o bien de un retroceso marcado por la violenta supresión de antiguos derechos ciudadanos.
6 Robert A. Dahl A Preface to Economic Democracy [Berkeley y Los Angeles: University of California Press, 1986), p. 135.
7 Cf. Ignacio Ramonet, El Imperio de la Vigilancia (Buenos Aires: Le Monde Diplomatique/Capital Intelectual, 2016) para calibrar los estremecedores alcances de este fenómeno.
8 Cf. la condena hecha nada menos que por Jeffrey Sachs en “Understanding and Overcoming America’s Plutocracy”, en http://www.huffingtonpost.com/jeffrey-sachs/understanding-and-overcom_b_6113618.html
9 El pesimismo democrático es cada vez más extendido y antes que Sachs fueron muchos los que dieron la voz de alarma. Ver por ejemplo la obra pionera de C. B. Macpherson, “Post-liberal Democracy”, en Democratic theory: essays in retrieval (Oxford: Clarendon Press, 1973) así como el brillante texto de Ellen Meiksins Wood Democracia contra capitalismo. Renovando el materialismo histórico (Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1999). Ver asimismo el clásico de Barrington Moore Jr. Social Origins of Dictatorship and Democracy (Boston: Beacon Press, 1966) y la obra de Gianni Vattimo Ecce comu (La Habana: Ciencias Sociales, 2006), las reflexiones al respecto de Colin Crouch, Post-democracy (Cambridge: Polity Press, 2004) ; de Boaventura De Sousa Santos, Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social. (Encuentros en Buenos Aires) (Buenos Aires: CLACSO / Instituto Gino Germani, 2006) y, por último, de Hilary Wainwrigth Cómo ocupar el Estado. Experiencias de democracia participativa (Barcelona: Icaria, 2005)