Desde el espacio inestable y móvil del arte, podemos articular de manera muy aguda la discusión que se engendra en torno al cuerpo y la política, o a la política del cuerpo y el cuerpo de la política: cuestiones urgentes y cruciales para pensar lo contemporáneo y las incidencias de la transmisión freudiana-lacaniana.
Algunos artistas encarnaron en sus obras la forma en que la resistencia o la rebelión pueden ocurrir a través del cuerpo, es decir, a través de la reinserción de su materialidad corpórea en la obra, de poner en escena, nuevamente, algo del cuerpo que fue negado. Una maniobra contra la asepsia y el totalitarismo cuyo objetivo principal es la concreción del cuerpo, su consistencia incómoda, plural y nómade.
En este momento nos enfrentamos a un doble aspecto del terror en la cultura: la escalada totalitaria de los regímenes de extrema derecha y una pandemia mundial que asola a los cuerpos de manera radical, incidiendo en la vida de una manera brutal y confinando las subjetividades al espacio de la domesticación, marcando los contornos políticos y psíquicos de la existencia.
El cuerpo, en psicoanálisis, es el cuerpo de la percepción y de una memoria. No se trata de un cuerpo-órgano, sino un cuerpo pulsional e indócil que se rebela contra la docilización que recae sobre él. En el momento en que nos encontramos imposibilitados de movernos, ¿cómo podemos crear resistencia y hacer política? ¿Cómo encontrar grietas para escapar de la sumisión total? ¿Cómo podemos resistir, sobre todo, a la pura pulsión de muerte que se pone en escena, que domina el régimen de visibilidad, recordando nuestros cuerpos de la finitud?
Estas son preguntas y desplazamientos éticos que tocan en el sentido profundo de la política porque, desde las marcas y las huellas e, incluso, desde las ruinas y el horror, es posible extraer una escritura, como un buzo que se sumerge profundamente en la extrañeza con más coraje y más rigor. Se trata ciertamente de una travesía única, en la que el fantasma de cada uno encuentra un punto abismal en la idea misma de la colectividad, en el cuerpo del mundo. Si el psicoanálisis tiene consecuencias para el pensamiento político, es porque trae una nueva concepción de conflicto, de diferencia y de singularidad, con implicaciones para la economía de las relaciones entre el sujeto y la sociedad. Desde el principio, el psicoanálisis nunca se ha contentado con solo ser una clínica para el sufrimiento psíquico. La teoría social freudiana ya traía elementos aún no completamente explicados en cuanto a la economía libidinal de la experiencia política de las sociedades modernas. A través de la búsqueda de revelar la dinámica pulsional del poder, la naturaleza de las identificaciones que nos vinculan a la autoridad, la fuente política del vínculo transferencial, las fantasías que garantizan la cohesión social y el malestar que nace como saldo del proceso civilizatorio, el psicoanálisis freudiano dejaba en claro cómo solo podía pensarse el sujeto, arrojando luz sobre la dimensión social de su sufrimiento y sus expectativas de creación social.
Este camino abierto por Freud se ha convertido en una constante, en la experiencia filosófica desde entonces, sin embargo, muchos autores tienen una relación tensa, pero decisiva, con el psicoanálisis. La sensibilidad de Michel Foucault a los dispositivos disciplinarios de nuestro tiempo y la consolidación de la biopolítica neoliberal, por ejemplo, son incomprensibles sin recuperar el campo abierto por la reflexión freudiana.
Hay varios momentos en que la producción psicoanalítica se ha topado con la política. Se debe dar especial importancia a la construcción freudiana de la categoría de malestar y sus incidencias en la reflexión sobre la crítica social y potencialidades para pensar sobre formas renovadas de lo político y sus lazos.
Una de las formas más agudas de pensar sobre el cuerpo y la política se encuentra en el diálogo entre el arte y el psicoanálisis, al suscitar cuestiones importantes como la dimensión de lo traumático en el arte contemporáneo y el malestar como índice de algo irrepresentable o, en última instancia, innombrable, de un acontecimiento. Es importante evocar aquí la lección del filósofo italiano Giorgio Agamben, como punto de partida para la reflexión de lo que es lo contemporáneo: ¿de quién y de qué somos contemporáneos?
Agamben afirma que «verdaderamente pertenece a su tiempo aquel que no coincide perfectamente con él, ni es adecuado a sus pretensiones y, por lo tanto, está desactualizado en este sentido; pero, exactamente por esta razón, exactamente a través de este desplazamiento y este anacronismo, es capaz, más que los demás, de percibir y aprehender su tiempo».
En el trauma siempre estamos antes y después de nosotros mismos y es en el arte que podemos crear un artificio para lidiar con la imposibilidad de decir todo y representar todo.
Varios artistas brasileños mantienen lo extemporáneo e inoportuno en el centro de sus producciones. A modo de ilustración, traigo a la discusión a José Rufino, un artista que asume para sí mismo la tarea de explorar este universo violado. Nieto de un dueño del ingenio, Rufino hace uso de cartas, anotaciones, mobiliarios del universo de la infancia en Areia, Paraíba. Desde la marca clavada en el cuerpo y los recuerdos de sus padres que, a diferencia de su abuelo, eran comunistas, el artista constituye su obra, encontrando en la disonancia de las voces que lo fundaron como sujeto, el terreno y el avance desde donde asume una búsqueda y una invención que no suavizan lo que hay de opaco en la existencia.
En la contundente obra Plasmatio, Rufino rescata la memoria de los desaparecidos durante la dictadura militar, agrupando cartas y documentos de víctimas, donadas al artista por sus familias, en ellas sobreponiendo los cuerpos desfigurados por la tortura, representados por un dibujo hecho con la técnica de Rorschach, una especie de mortaja que preserva, por partes, el contenido de las cartas, sin que podamos descifrar todo lo que está fracturado desde el principio. Sin embargo, la mortificación y el silenciamiento impuestos por la dictadura aparecen en lo que rompe el semblante y en la invención de un artificio como una forma de lidiar con lo real.
En el seminario sobre la ética del psicoanálisis, Jacques Lacan entiende la sublimación como un intento de reorganizar algo alrededor del vacío dejado por el objeto perdido. Este vacío es la Cosa que abordada por Freud en el «Proyecto de una psicología para neurólogos». La Cosa es lo que resiste cualquier intento de significación o representación, es el lugar vacío. Es, en su esencia, irreducible a una imagen. Es, por así decirlo, la inexistencia misma del objeto.
Rufino no evita el vacío. Lo expone de una manera lacaniana, es decir, en la dirección contraria de la ciencia o la religión, los que, según Lacan, llena este vacío con el autoritarismo de sus discursos. El arte captura el objeto en la medida en que no niega la Cosa. Esto significa que es en el arte donde puede existir el objeto perdido. En última instancia, la obra de arte construye un borde alrededor de ese lugar vacío que también se define como real.
Es en esta «circunscripción de la Cosa» que encontramos Plasmatio, instalación de diferentes formatos amparados por muebles de oficina, con los últimos vestigios de víctimas, no expuestos de forma aislada, sino como tótems monumentales incorporados al aparato de la burocracia oficial utilizada por el sistema político y por la sociedad.
Un indicio de lo real u objeto creado alrededor del vacío, el artista no borra la Cosa, la mantiene en el centro de su creación. La mancha negra corporal en la obra de José Rufino da noticias de algo incapturable, que solo puede ser tocado por los bordes.
Avanzando en sus estudios, Lacan señala el arte como algo que permite el encuentro con lo real o con la herida abierta y pulsante de la existencia, dimensión que aparece en varios trabajos de Rufino. En un movimiento que intenta capturar a consistencia de cosas aparentemente inanimadas: maletas, papeles viejos, sillas, cajones o piedras recogidas de los lugares donde actúan las ligas campesinas, en Lexicon Silentii, el artista se lanza al gesto poético y político de intentar hacer hablar los objetos, a partir del contexto social e histórico del que fueron sustraídos.
Lo que destaca en su obra es una especie de grito mudo que continúa provocando ruidos, un grito ancestral que emana de los restos y huellas de objetos que albergan en su seno alguna cosa que no cesa de dar noticias sobre una pulsación inconmensurable que está en lo real, en la violación y en la presencia impactante de un recuerdo que, partiendo de algo absolutamente singular, camina hacia un absceso común en carne viva. Desde el silencio inmaculado de piedras y objetos, Rufino hace aparecer la dimensión de la mancha: el punto de presencia de lo que no es de todo figurable, que desestabiliza los territorios y funda un gesto político que reinventa una patria.
Desde el lugar del asombro y de los escombros de la cultura, el arte revela que es posible que el cuerpo y la política hagan erigir un gesto capaz de hacer de la precariedad una fuerza de invención. Otro tipo de contagio, que hace escritura de la herida en la carne, insinúa un nuevo cuerpo que se escribe y se le permite alcanzar y sentir las grietas y fracturas.
El arte, como discurso y como brújula ética, puede ayudar a asumir la precariedad como una posibilidad viva para salvaguardar la invención, su vibración íntima, apostando en un territorio donde aflora la fragilidad junto a la imagen, revolviéndola desde adentro y propiciando un acontecimiento que encuentra su fuerza en la indeterminación, en cosas que están en contaminación con lo menor, con lo frágil, con lo precario. Y es la idea misma de la contaminación, lo que necesita ser reinventada en un después, acogiendo las contradicciones encerradas en cada subjetividad y el registro común que pueda surgir de eso, lo que bien señala el psicoanalista Romildo do Rêgo Barros sobre «la tendencia vertiginosa del virus a dibujar un todo sin falla a través del contagio universal, comprobando así lo que dijo Lacan: a lo real no falta nada”.
La cuestión se convierte en cómo ser infectado por la llama insistente del deseo, que, en un esfuerzo de poesía, alberga un punto decisivo en el que la debilidad es la fuerza e ilumina la oscuridad de nuestro tiempo. Como en el cortante poema de Manuel Antonio Pina:
Ya no es posible decir nada más.
Pero tampoco es posible permanecer callado.
Esta es la verdadera cara del poema.
Así se haga a más y a menos.
Bianca Dias es crítica de arte, reside em San Pablo.
Investigadora en arte y psicoanálisis, crítica de arte y autora del libro Névoa e assobio.
Traducción de: Ana Paula Britto