Danilo Martuccelli – Límites y malentendidos del sujeto neoliberal en América Latina

El neoliberalismo, más allá de definir un conjunto de políticas económicas (Hall y Lamont, 2013) o una era histórica (Ruíz Encina, 2019), en su más ambiciosa proyección ideológica se asocia con un nuevo tipo de sujeto. Muchas veces se afirma que en esto reside el núcleo duro de la ideología neoliberal: una generalización del principio de la competencia en todos los niveles de la vida social. La ideología neoliberal conmina a los individuos a responsabilizarse de su destino, a concebirse principalmente como empresarios que deben gestionar, entretener y acumular diferentes formas de capital (estudios, relaciones, ahorros, patrimonio). El viejo individualismo posesivo, propio al liberalismo emergente del siglo XVII (Macpherson, 1962), se reinventó en la nueva figura del individualismo competitivo.

Sin lugar a duda fue al amparo de coordenadas ideológicas de este tipo que se lanzó en muchos países una verdadera guerra moral contra la asistencia y los pobres, y se propuso una reducción de los programas sociales universales en beneficio de políticas focales reservadas únicamente a los pobres que realmente lo merecían. Las formas de solidaridades colectivas basadas en derechos sociales universales dieron paso a una gestión de riesgos más individualizada, donde cada actor, altamente responsabilizado de su destino (Martuccelli, 2001 y 2007), tiene que asegurar por sí mismo su futuro (lo que estimula el desarrollo de sistemas privados de salud, fondos de pensiones, pero también la expansión de los servicios privados en la educación o la seguridad). En el corazón de la ideología neoliberal se encuentra así el rediseño de las fronteras entre la responsabilidad individual y la solidaridad colectiva. Se entronizó así la idea de nuevos individuos que deberían comportarse antes que nada como propietarios de varias formas de capital que tendrían que mantener y enriquecer (estudios, ahorro, compra de bienes, capitalizaciones diversas, redes) con el fin de salir airosos en la vida social y en su competencia generalizada (Rojas Hernández, 2006).

La pregunta se impone por sí misma. ¿Es posible observar en las sociedades latinoamericanas actuales una adhesión plena y definitiva a estos principios? ¿Existen realmente sujetos neoliberales? Digamos que el resultado es todo menos monolítico, a tal punto su implementación se topó con formas de recepción inesperadas, engendró resistencias diversas y conoció límites mayores. Para mostrarlo, nos centraremos en lo que sigue, entre los distintos componentes ideológicos del neoliberalismo en el consumo y en el proyecto del Self-emprendedor, con el fin de abordar los límites y los malentendidos que se entretejen en torno a él.

 

1. El consumo

Es habitual subrayar los lazos entre el sujeto neoliberal y la consagración del consumo (a veces en oposición al trabajo o la ciudadanía) como gran orientación valórica en muchas sociedades latinoamericanas. Sin embargo, este vínculo debe entenderse desde un contexto mucho más amplio y con significados menos unívocos. García Canclini fue tal vez el primero en entreverlo desde mediados de la década de 1990. Vale la pena citarlo en extenso: “Siempre el ejercicio de la ciudadanía estuvo asociado a la capacidad de apropiarse de los bienes y de los modos de usarlos, pero se suponía que esas diferencias estaban niveladas por la igualdad en derechos abstractos que se concretaban al votar, al sentirse representado por un partido político o un sindicato. Junto con la descomposición de la política y el descreimiento en las instituciones, otros modos de participación ganan fuerza. Hombres y mujeres perciben que muchas de las preguntas propias de los ciudadanos –a dónde pertenezco y qué derechos me da, cómo puedo informarme, quién representa mis intereses– se contestan más en el consumo privado de bienes y de los medios masivos que en las reglas abstractas de la democracia o en la participación colectiva en espacios públicos” (García Canclini, 1995: 29). Por eso, como otros trabajos también lo mostraron a propósito de otras sociedades (Sorj, 2000), el consumo como realidad social, política y cultural es irreductible en la región al mero avance del neoliberalismo.

En algunos casos es incluso más justo pensar que el neoliberalismo coincidió en América Latina con la expansión del consumo entre las clases medias. Por supuesto, el neoliberalismo participó con ahínco en este proceso, pero el fenómeno le es irreductible. De alguna manera, puede incluso decirse que, de la misma manera en que la sociedad de masas fue, en Europa, la principal vía de transición de un individualismo aristocrático reservado a una élite hacia un individualismo generalizado (Millefiorini, XX), en el caso de América Latina este papel no le revino a la sociedad de masas, sino a la afirmación de una importante cultura del consumo. Eso explica, más allá de tantas visiones críticas, la importancia y sobre todo las significaciones distintivas del consumo en la región (muy distintas a las que se dieron en Estados Unidos y sobre todo en Europa). Si pueden encontrarse similitudes en las maneras como las élites, en todos los países, rechazan el acceso generalizado al consumo por parte de las masas (parvenus, arribistas, advenedizos, nuevos ricos, etc.), en América Latina este conflicto tomó carices particularmente agudos dada la fuerza de los tradicionales clivajes sociales y étnicos. Nada de extraño por eso que el consumo se encuentre en la base de dos de los grandes malestares de la modernidad en la región: el primero en Buenos Aires a fines del siglo XIX; el segundo en Chile a fines del siglo XX. Siendo la experiencia chilena paradigmática nos centraremos en ella en lo que sigue.

En el caso chileno fue el consumo, tanto o más que la estabilidad macroeconómica, el gran principio de legitimidad del cambio y del valor otorgado al mercado –una diferencia sensible con lo que se produjo en Brasil alrededor del Plan Real, en la Argentina o en el Perú en torno al trauma de la hiperinflación en los años 1980. La misma apertura económica a las importaciones fue evaluada positivamente por sus efectos a nivel del consumo. En todo caso en Chile con mucha mayor fuerza que en otros países de la región, las funciones del Estado fueron explícitamente redefinidas para asegurar el libre mercado y la libertad de elegir. El consumidor soberano se convirtió en una figura central de neoliberalismo (Olsen, 2019) y su soberanía tendió incluso a imponerse por sobre la soberanía nacional. La democracia se transformó y se pensó en función de los requisitos del mercado. En la medida en que el consumo se convirtió en el principal acto de libertad en la sociedad, el Estado redefinió sus funciones con el fin de asegurar su expansión.

En este marco, en muchos países latinoamericanos ha aparecido así en las últimas décadas una verdadera cultura de consumo que le ha dado incluso una significación ciudadana particular. En Chile, la expansión de esta cultura del consumo afirmó innegablemente el individualismo, pero afirmó también una nueva forma de participación y de integración social. Como lo indica Manuel Antonio Garretón (2000:37), “el lugar de encuentro de la gente no es la fábrica, ni el partido ni la asamblea, son los ‘mall’ y el espacio público creado por los medios de comunicación de masas” –cf. también Tironi (1999: 16) y PNUD (2002: 98).

Sin embargo, el consumo no solo tuvo elementos negativos; es un fenómeno infinitamente más ambivalente. La revolución de expectativas producida por la cultura de consumo generó a su manera valores igualitarios y, sobre todo, a medida que progresivamente los actores populares tuvieron mayor acceso al consumo, una experiencia distinta de pertenencia a un colectivo. Una experiencia que se establece menos a través de una inclusión bajo la forma de una participación política y derechos sociales, y más bajo la figura del consumidor y a través de oportunidades económicas.

La lectura de Tomás Moulian (1998a: 99 y 105; 1998b) es en este punto lúcida, no solo porque señala, por un lado, y con razón, la despolitización presente en esta versión de la ciudadanía, sino también porque, por el otro lado, reconoce la capacidad del consumo en dar acceso a la “modernidad”, e incluso “la ‘amistosidad’ de las relaciones de consumo [que] contrarresta, en muchos casos, la dureza de las relaciones de trabajo”. En verdad, detrás de este proceso se encuentra menos la expansión de la ciudadanía, que su transformación. Si el ciudadano-político no se convierte necesariamente en el ciudadano credit-card, como argumenta Moulian (1998a: 103), es indudable, como el mismo autor lo indica, que este proceso fue un poderoso factor de disciplinamiento. Por un lado, si el individuo deja de pagar, “su ciudadanía se desvanece”, por el otro lado, el consumo lo encierra en la familia y el hogar, “el ciudadano local se orienta hacia lo público-cercano”. El consumismo habría invadido toda la vida social. Moulian (1998b) lo terminó expresando con una fórmula: “el consumo me consume”. De la escuela a la vida familiar pasando por el trabajo o la sociabilidad, todo habría sido invadido y pervertido.

¿Signa esto el triunfo innegable de la ideología neoliberal? Las cosas se revelan más complicadas que lo previsto. La fuerte valorización del consumo –un fenómeno irreductible al neoliberalismo y que presenta muchas otras e innegables facetas de sociabilidad (Peña, 2017)– también se acompañó con tomas de conciencia crítica. Por un lado, es importante recordar que el horizonte y el anhelo del consumo no solo antecede ampliamente el neoliberalismo (es un rasgo importante del modernismo cultural desde el siglo XIX en Europa y un rasgo importante en una sociedad como la chilena desde fines del siglo XIX –Vicuña, 2001), sino que también ha tenido y tiene funciones extremadamente significativas a nivel de la emancipación femenina (como una manera legítima de apropiarse del espacio urbano y de romper con el encierro en la domesticidad, cf. Felski, 1995). Por otro lado, en la medida en que el consumo fue fuertemente incentivado por el uso y la generalización del crédito, las progresivas experiencias de endeudamiento y de sobreendeudamiento, en una sociedad en donde los niveles de ingreso permanecieron relativamente bajos, produjo muchos discursos críticos.

Si Chile también fue sujeto a los “locos años noventa”, como Joseph Stiglitz (2003) denominó el frenesí financiero y consumista que se apoderó en ese período de los Estados Unidos, el proceso fue muy distinto. La euforia fue indisociable de un nuevo clima político –el regreso a la democracia–, de los primeros signos tangibles de un incremento significativo del poder adquisitivo y de una confianza inusitada en el futuro del país. En otras palabras, fue en mucho la bonanza económica acompañada de un ambiente general de optimismo, lo que engendró la euforia del consumo y sentó las bases crediticias del endeudamiento y en algunos las bases del desliz hacia el sobreendeudamiento. Fue el momento de la fiesta, retratado con talento por Moulian en el instante mismo en que su realidad se ensombrecía. Pero, si ésta es sin duda la primera fase de la historia de la expansión del consumo en Chile, no es la única. A ella le siguió un segundo momento de resaca, una fase caracterizada por la transformación de la morfología del crédito y el consumo y por un proceso de aprendizaje colectivo frente a las sirenas del consumo. La transición de la fiesta a la resaca (Araujo y Martuccelli, 2012) está asociado con una multiplicidad de factores comenzando por el comparativamente escaso crecimiento de la parte salarial con respecto a las utilidades empresariales (Ramos, 2009), las exigencias impuestas en los presupuestos familiares por la privatización de muchos servicios o el crecimiento de las expectativas. En esta situación, forzando las cosas, puede incluso decirse que se asiste a una reinvención de la vieja práctica del enganche laboral en la región: si ayer una parte del salario era pagada en metálico y la otra en bonos que debían usarse en los almacenes del patrón (con lo que el trabajador no cesaba de contraer una deuda siempre creciente con éste), en la actualidad si los trabajadores reciben su salario en dinero, sus ingresos le dan acceso a diversas líneas de créditos –lo que se traduce por niveles de endeudamiento privado mucho más importantes en Chile que en otros países de la región (Pérez Roa, 2019).

Al final de este proceso, la relación al consumo de muchos individuos es, por lo menos, ambivalente. El desarrollo en Chile de la cultura de la sociedad de consumo no es homogéneo. Los límites y los riesgos son demasiados patentes. La falta de dinero crónica. Los malls no son una utopía; el consumo interno se ha expandido, pero sin eliminar las frustraciones. El modelo seduce, pero no satisface. El consumo es temido en sus capacidades de inclusión excesiva cuando fagocita la decisión personal, pero el consumo es aún más temido en sus capacidades de exclusión cuando los individuos se ven privados de él. Todo lo cual atestigua del triunfo del consumo, pero también de sus límites.

Vayamos más lejos. Al lado del consumo a veces se afirma que son las ciudades las que se han vuelto matrices productivas de los sujetos neoliberales en Latinoamérica, a través de la privatización creciente de los individuos por los Delivery, la privatización de las calles, los barrios cerrados, las rejas, etc. La ciudad neoliberal es fragmentada y se piensa desde su heterogeneidad; no busca la homogeneidad de los antiguos grandes planes de vivienda de mediados de siglo, al contrario, abandona la proliferación de viviendas y de shoppings a la diferenciación que incita el mercado. La infraestructura ciudadana fundamental tiende en lo posible a individualizarse –como lo muestra al extremo la telefonía celular y el progresivo abandono de los teléfonos públicos, y en algunas ciudades la “creencia” de la solución al transporte urbano por la proliferación de automóviles privados, la seguridad privada e incluso generadores eléctricos particulares (para protegerse de los “apagones” o de los periódicos colapsos del sistema público de electricidad). Un abanico de acciones que permite comprender cómo se termina estableciendo un puente entre la tentación constante de micro-soluciones personales, deficiencias estatales y grandes emprendimientos privados. Insistiremos sobre este punto en un momento, pero se trata de uno de los grandes rasgos históricos de la individuación en América Latina: los actores buscan sin cesar soluciones individuales a problemas colectivos. En el caso del ámbito urbano y en el seno de la ciudad neoliberal los habitantes buscan respuestas privadas a las deficiencias de la infraestructura urbana y estatal.

El consumo ha sido un importante factor de la expansión del neoliberalismo, pero su realidad es infinitamente más compleja que lo que muchas veces se describe como una mera privatización de los individuos que no tendrían de ahora en adelante sino esporádicos intereses colectivos y políticos. Manuel Antonio Garretón (2000: 182 y 152) resumió bien hace ya unos años lo propio de esta coyuntura histórica para el caso chileno: “una matriz sociopolítica o una sociedad de tipo híbrido”, que no es más ni “la matriz político-céntrico de tipo puro, pero tampoco la vigencia de una matriz neoliberal. Junto a la descomposición de la primera, subyacen elementos de ella en una nueva articulación con rasgos más bien abortados de la segunda y con rasgos nuevos que no pertenecen ni a una ni a otra”.

2. El Self-emprendedor

Si el consumo es un factor importante, el verdadero corazón de la ideología neoliberal se estructura en torno a un tipo de sujeto que sería el fruto de un conjunto explícito y coactivo de interpelaciones institucionales. ¿Se dio este proceso, bajo estas características, en América Latina?

La respuesta es negativa. A la diferencia de lo que se supone el modelo ideológico del neoliberalismo (o sea la existencia de una fuerte interpelación institucional de los individuos), en América Latina, no es de esta manera y por ende por este tipo de construcción y de subjetivación, que los actores se constituyen como individuos. Lo que prima es el sentimiento de tener que enfrentar de manera muy solitaria (en verdad en familia) los desafíos de la vida social, de tener que encontrar por sí mismo respuestas y soluciones.

Comprendamos bien la diferencia. Cuando el neoliberalismo se inscribe a través de un trabajo explícito de sujeción y de inculcación ideológica, las instituciones producen e imponen ciertas figuras del sujeto. En el corazón del neoliberalismo, en todo caso si seguimos la lectura inaugural que dio Michel Foucault, se encuentra la idea que toda la actividad del sujeto está y debe estar gobernada por la rentabilidad. El emprendimiento (el entrepreneurship) supone así la extensión de la racionalidad –y del interés– a todas las actividades humanas. El individuo no es más un asalariado condenado a vender su fuerza de trabajo (como en Marx), sino un empresario que debe maximizar sus recursos en el mercado a partir de una racionalidad específica, aquella que lo conmina a volverse un “empresario de sí mismo” (Foucault, 2004: 232). En nombre de intereses futuros se justifica así las inversiones que en el presente (en salud, en educación) asumen los individuos; una inversión tanto más coercitiva que la responsabilización de todo lo que le acaece está en el fundamento de una nueva modalidad de gobierno. O sea, la idea de un Self-emprendedor – a pesar de cierta ambigüedad presente en los análisis de Foucault– es inseparable de un conjunto de dispositivos y de disciplinas de gubernamentalidad, de un conjunto de técnicas de socialización y de formación del sujeto.

Como siempre en Foucault y como casi siempre en los estudios cuya focal es la ideología, la lectura de los textos se sustituye al estudio de la realidad. Sí, esta fue, al menos en algunos de sus representantes, lo propio de la ideología revisitada del liberalismo que propusieron los neoliberales. Pero el paso, sin estudio detallado, entre los textos y la realidad conduce a una visión profundamente sesgada de la sociedad1. El neoliberalismo nunca logró imponer unilateralmente esta visión del individuo como mero gestor de capitales en la realidad social. En la raíz del neoliberalismo también hubo una revolución conservadora (Pinochet, Thatcher, Reagan): la voluntad manifiesta de restablecer valores morales (familia, Iglesia, esfuerzo) irreductibles a la sola noción del capital humano.

Si la ideología neoliberal no describe a cabalidad la conciencia y las prácticas efectivas de los individuos en Europa (Martuccelli, 2006 y 2017), la situación es aún más neta en América Latina. Regresemos al texto crítico fundador. El curso final sobre el Nacimiento de la biopolítica, del 21 de marzo de 1979, indica tratándose de la caracterización del sujeto neoliberal como emprendedor de sí mismo que no se está delante de un “sujeto natural” (Foucault, 2004: 266), sino de un sujeto (neoliberal) que es el fruto de un conjunto específico de técnicas de poder y de saber. Aquí está la verdadera separación de las aguas. En América Latina, el “sujeto” neoliberal es un sujeto “natural”. En verdad, no es sino la máscara ideológica de una realidad social bien anterior, producida por todas otras razones y que convoca todo otro orden de valores.

O sea, la situación latinoamericana, en donde las capacidades de inscripción institucional de la sujeción, incluso en Chile, son débiles y lo son mucho más en otros países de la región, no puede interpretarse de manera análoga a lo que se dio en países en donde el individualismo institucional es central (Araujo y Martuccelli, 2014; Martuccelli, 2019a). A pesar de los ensayos ideológicos explícitos de Hernando De Soto (1987) o de Joaquín Lavín (1987), o de las críticas dirigidas al triunfo del sujeto neoliberal en América Latina, la realidad es muy distinta. Por dos grandes razones. En primer lugar, porque el individuo en la región nunca estuvo, sino muy parcialmente, en el corazón de las practicas ideológicas y políticas de la gubernamentalidad tras la Independencia. En segundo lugar, y en lazo con lo anterior, los individuos latinoamericanos siempre se han sentido y han sido representados como individuos coaccionados (como en el enganche), pero abandonados y desprotegidos, que tuvieron y tienen que hacerse cargo de sí mismo desde los escasos recursos (comunitarios, familiares) que disponen. Este modo plurisecular de individuación no es el producto de ninguna imposición o producción ideológica explícita (y aun menos de un conjunto de técnicas de gubernamentalidad). Es la situación histórica tradicional de las individualidades en América Latina.

En breve: en América Latina los individuos no se constituyen esencialmente desde figuras ideológicas de sujeto institucionalmente provistas. Los individuos se construyen como individuos porque son actores capaces de lidiar prácticamente con desafíos estructurales, y lo hacen porque han aprendido, durablemente, y desde la diversidad de sus experiencias sociales, a enfrentar estas pruebas.

Es sobre esta realidad social plurisecular que se impuso, con resultados parciales y contradictorios, la careta ideológica del neoliberalismo y la idea de sujetos emprendedores y gestores racionales de sus capitales (Araujo y Martuccelli, 2013). O sea, la careta ideológica del neoliberalismo solo ha sido otro nombre de pila, políticamente ambivalente, para lo que es el tradicional proceso de individuación en la región. Salvo que, al alero de esta ideología crítica hacia el Estado, ciertas acciones extralegales en el ámbito económico (sobre todo el trabajo informal) fueron presentadas como “resistencias” contra el Estado mercantilista. Una afirmación ideológica que tiene su principal expresión en el Perú (Martuccelli, 2015). Los marginales y los informales fueron rebautizados como “empresarios” de sí mismos.

 

3. El cortocircuito

Lo anterior da cuenta del cortocircuito sobre el que prospera la tesis del neoliberalismo como gran expresión de la ideología dominante hoy en América Latina. En tanto que operación propiamente ideológica, sobre todo en lo que respecta a los actores populares, el neoliberalismo ha sabido dar una careta ideológica a los procesos tradicionales de individuación en la región y acompañar sus anhelos de integración social a través del consumo. La fortuna de sus formulaciones reside así en el hecho de que el neoliberalismo es una estrategia, más o menos explícita, que da una versión política particular a lo que ha sido –y es– lo propio del proceso de individuación en América Latina. Por eso, sin menoscabo de sus expresiones a nivel, por ejemplo, de las estrategias escolares de las familias; la aparición de un empresariado informal o popular; el recurso al sector privado dado el descrédito del sector público; la centralidad de la cuestión de la casa propia o el consumo, el neoliberalismo es una operación ideológica particular.

En este punto es indispensable enfatizar la especificidad de la situación regional. En la visión que del sujeto neoliberal se propone en Europa o Estados Unidos (Foucault, 2004; Dardot y Laval, 2009; Bröckling, 2015), siempre se otorga un papel muy importante a las interpelaciones institucionales y se concibe como una novedad, solo en las últimas décadas, la erosión progresiva de un conjunto de soportes institucionales que sostuvieron al individuo (Castel, 1995; Sennett, 2000). La situación en América Latina es casi inversa: los procesos de individuación, dada la tradicional naturaleza y alcance de los soportes institucionales, alimentaron la representación de individuos heroicos que debían resistir y triunfar gracias a su trabajo y esfuerzo personal (Martuccelli, 2010; Araujo y Martuccelli, 2014).

Por supuesto es excesivo denegarles toda presencia a políticas de este tipo en América Latina: muchas de ellas están en la base de muchas formas de participación popular en los barrios que, incentivadas por políticas públicas, son una modalidad de activación de los propios individuos, de responsabilización, de promoción del auto-emprendimiento popular a distancia de lo que practican otras formas de tutelaje institucional vertical.

Es sobre la base de algunos dispositivos puntuales de este tipo que el neoliberalismo hace justamente de la figura del emprendimiento personal la gran figura política del individualismo en la región. Retomando y recalificando ideológicamente grandes rasgos estructurales del proceso de individuación en América Latina, la tesis del sujeto neoliberal –tanto en sus epígonos como en sus críticos– alimenta un profundo malentendido. Se superpone una figura institucional e ideológica específica del sujeto a la realidad de individuos que tienen que hacerse cargo de sí mismos de una manera particular, contando casi exclusivamente, dado la naturaleza del trabajo de las instituciones, en sus propios esfuerzos y en sus relaciones interpersonales. No es una dimensión menor, y es un aspecto que el neoliberalismo latinoamericano oblitera sistemáticamente. A saber, el individuo en la región no se concibe como un selfmade man, se piensa más bien como un individuo relacional. El individuo se percibe dentro de un vértice relacional y como un tejedor de relaciones. Es desde aquí como juega su destino: desmadeja situaciones asimétricas de poder, hace frente a los laberintos y caprichos de las instituciones, acecha oportunidades en medio de la inconsistencia de sus posiciones.

El neoliberalismo aparece como una de las primeras grandes reivindicaciones explícitas del individualismo en la región. Pero lo hace apoyándose más en la representación heroica de individuos que lograron resistir y triunfar contra las instituciones que como el fruto de un trabajo propiamente institucional. El neoliberalismo redefine, así, la tradicional tensión del individualismo en la región, esta vez entre un elogio ideológico del individuo y la no producción de insumos institucionales para asegurar su individuación exitosa. Tanto es así que, en América Latina, en claro contraste con la tesis del individualismo institucional, las individualidades se desligan de su dependencia con un proceso de conquista colectiva de derechos y se afirman en términos personales o familiares (Degregori, Blondet y Lynch, 1986; Franco, 1990). Esta evolución sería visible en el tránsito de ciertos obreros hacia el trabajo informal ambulatorio, en la autonomización creciente de las experiencias femeninas, en los fenómenos migratorios que ocurren en las comunidades indígenas (Le Bot, 2009). Si de manera general en los procesos migratorios la presencia de recursos colectivos es siempre de rigor (redes, ayudas diversas), sin embargo, progresivamente las antiguas lealtades entre paisanos ceden el paso a estrategias más individualistas (Sorj y Martuccelli, 2008; Pérez Sáinz, 2019). También la emigración se construye explícitamente como una solución individual frente a un impase colectivo.

Ciertamente, se valora el esfuerzo personal, pero esto es traducido por los actores en el registro de la habilidad y de las relaciones. La diferencia es sutil pero decisiva con respecto a la tesis del Self-emprendedor y el papel de la gubernamentalidad. Fernando Robles (2000) ha subrayado muy bien esta dimensión, basándose empíricamente en el caso de mujeres de sectores populares en Chile. Los individuos enfrentan solos, en todo caso más solos que en otros lugares, la vida social, puesto que se ven obligados a buscar respuestas por sí mismos a una serie de falencias, como las del mercado de trabajo formal, lo que los obliga, por ejemplo, a hacer del trabajo temporal, de la subcontratación, del trabajo a domicilio o clandestino, una forma forzosa de subsistencia. Una realidad que el autor no duda en contraponer a la experiencia de muchos países del Norte, hablando para unos de una auto-confrontación asistida (por las instituciones) y para los otros, en el Sur, de una auto-confrontación desregulada que incrementa las inseguridades ontológicas. En este contexto, los soportes y el apoyo no se encuentran principalmente en las instituciones, sino que tienen que ser producidos (o al menos sostenidos y recreados) por el propio individuo. Para describir estos apoyos, Robles habla de un “sistema funcional alternativo”, o sea de la necesidad a la cual está confrontado cada cual de tener que desarrollar modelos alternativos de inclusión social desde los cuales poder paliar las insuficiencias sistémicas. El individuo debe, pues, constantemente, incluso cuando utiliza herramientas institucionales, colmar sus brechas o sobreponerse a ellas.

La individuación agéntica es y ha sido la gran característica de los procesos de formación de los individuos en América Latina y no solamente entre los sectores populares, desde muchos antes del advenimiento del neoliberalismo e independientemente de él (Araujo y Martuccelli, 2014 y 2020). En 1975, por ejemplo, Lomnitz (1975) observó que, a falta de seguridad económica, los habitantes de un barrio marginal en la ciudad de México desarrollaban redes de intercambio reciproco de bienes, formas de cooperación informales, apoyos emocionales o morales, soportes en fases críticas. La solidaridad de estas redes de intercambio recíprocos no ha desaparecido, incluso si en muchos lugares ha tendido a restringirse a un núcleo familiar poco extenso. Resta lo esencial: en la región los individuos se conciben menos como Self-emprendedores que como híper-actores relacionales (Martuccelli, 2010).

Pero todo esto no solo es bien antiguo en la región, sino que no tiene nada que ver con el triunfo del individualismo neoliberal. La producción de los individuos no se efectúa esencialmente desde una interpelación institucional que los convoca en tanto que sujetos. Los individuos se producen, arrojados en la sociedad, como híper-actores y con la más viva conciencia de lo que le deben a un grupo restringido de personas –sobre todo a la familia. Si algo caracteriza a los individuos latinoamericanos es que nunca pierden la conciencia de las múltiples dependencias sobre las que se sustentan2.

Es esta realidad que el neoliberalismo, el comunitarismo, la liberación o la tradición del Estado benefactor penan en comprender y reconocer. Los individuos en América Latina no se han construido históricamente en referencia al mercado, desde la comunidad, con el horizonte de la liberación o gracias al Estado social nacional. El proceso de individuación latinoamericano es en su más larga duración de tipo familiar-relacional.

 

4. El largo octubre chileno del 2019 o el fin de un tótem

Los límites de la imposición ideológica del neoliberalismo en la región se hicieron patentes en las calles de Santiago de Chile durante el mes de octubre del 2019 (Martuccelli, 2019b). A pesar de ello, es posible afirmarlo con absoluta certeza, una buena parte de los analistas volverá en insistir –mañana– en el papel determinante de las ideologías dominantes y en la capacidad de su poder en modelar las subjetividades.

Nada es más erróneo que esta presuposición (Scott, 2000; Martuccelli, 2007) –como en una suerte de laboratorio a talla colectiva lo mostraron, una vez más, los manifestantes en las calles de Chile. Ello no quiere decir que prácticas o adhesiones a ciertos postulados del neoliberalismo no existan, pero sí que es necesario reconocer el carácter contradictorio del trabajo de inculcación ideológico en las sociedades modernas, y sobre todo que esto invita a reconocer los limites subjetivos de este proceso (Martuccelli, 2014).

De la inclinación al consumo de los sectores populares, ellos que tantas privaciones conocen todos los días, se extraen consideraciones sobre sus pulsiones consumistas. De la voluntad de las clases medias por proteger sus bienes, ellas que son propietarias de tan pocas cosas, se infiere dudosas adhesiones ideológicas al capitalismo. De los sueños de sus vidas futuras de los jóvenes, ellos a quienes las generaciones mayores tanto les ocluyen el avenir, se concluyen impaciencias y expectativas inmaduras. Mucho, por no escribir de manera inútilmente excesiva todo esto, está muy lejos de la verdad.

Sí, los sectores populares aspiran al consumo, en medio de vidas marcadas por la inseguridad y las privaciones. Sí, las clases medias aspiran a la seguridad de la casa propia y anhelan trasmitírsela a sus hijos. Sí, los jóvenes quieren soñar con el futuro de unas vidas que quieren lo más abiertas posibles en sus horizontes.

Todos y cada uno de estos legítimos anhelos se estrellan con la realidad de los muy bajos salarios, con la imposibilidad de financiar estudios, con las largas listas de espera en la salud pública, con la necesidad de recurrir al crédito y las posibles espirales de dependencia a las que esto abre, con la cronofagia cotidiana de los transportes. Con un sentimiento, tan tenaz entre tantos, de una vida dura y que mañana seguirá siendo muy dura.

Por supuesto, hubo –y cómo– importantes mejoras en las vidas de muchos chilenos en las últimas décadas. Pero para ellos, los de abajo, como los llamó Mariano Azuela en los días de la Revolución mexicana tras 1910, todo eso se hizo con esfuerzo personal, con mucho esfuerzo, empeño, trabajo, dedicación. Nunca nada fue fácil. Hubo que enfrentar accidentes múltiples, estigmas diversos, tantos maltratos institucionales ordinarios.

Todo esto no volvió a los de abajo más virtuosos que los de arriba. Incluso exacerbó en muchos de ellos un sentido exacerbado del oportunismo en medio de vidas que, comparativamente con otros grupos sociales, están empero tan desprovistas de oportunidades. A veces, la vida dura también engendró por supuesto innegables sentimientos de solidaridad como una forma de sabiduría popular frente a los embates del destino. Pero no siempre fue así. Muchas otras veces, la vida dura endureció los caracteres.

Inútil continuar con esta banal descripción. Fue desde este universo de experiencias que los de abajo se revelaron finalmente inmunes a las sirenas de la ideología. Para ello, no necesitaron ponerse cera en las orejas para no oír, les bastó la realidad de sus vidas duras.

Por supuesto, el modelo neoliberal, o sea un conjunto de políticas de regulación de la economía en claro y acendrado beneficio en dirección de ciertos grupos sociales (Crouch, 2011; Ruiz y Boccardo, 2015), transformó la sociedad chilena desde mediados de los años 1970, con diversas inflexiones desde entonces (Harvey, 2007; Ffrench-Davies, 2008; Garretón, 2012). Muchas de las funciones del Estado fueron redefinidas para asegurar el libre mercado y la libertad de elegir. El consumidor y sus imperativos fueron erigidos como primordiales muchas veces por encima de la soberanía nacional o de toda otra consideración ciudadana.

Los de abajo tuvieron que desenvolver sus vidas, sus penas y sus esperanzas, en este nuevo universo. De él, les dijeron tantas cosas –justas o injustas. Qué había logrado hacer de Chile un país moderno, desarrollado, rico, democrático, envidiado en sus performances por tantos otros países de la región, una realidad que atestiguaba –generando nuevos desafíos– el creciente número de inmigrantes en el país. Algunos lo creyeron, otros no. Pero nadie les dijo, en todo caso con demasiada convicción o sinceridad, que Chile era un país justo y ninguno creyó eso. Ciertamente, muchos apostaron por la cultura del mérito porque ésta hacía carne con sus experiencias de esfuerzo cotidiano y familiar, pero también porque, si querían progresar, ante la oclusión de tantos horizontes, para muchos de ellos parecía no existir otro camino posible que el de la igualdad de las oportunidades (Araujo y Martuccelli, 2012 y 2015).

Todo esto se interpretó, con gran ligereza crítica, como una adhesión al modelo y más allá de ello como la prueba de la producción de sujetos neoliberales en Chile. El país se habría poblado de individuos altamente responsabilizados de sus trayectorias sociales y que se habrían vuelto sagaces gestores de sí mismos, manteniendo y acumulando diferentes formas de capital. La responsabilidad individual tenía que aceptarse como ilimitada; la solidaridad colectiva debía ser lo más estrecha posible. Las descripciones fueron tanto más excesivas en lo que a la penetración ideológica se refiere que, no solo Chile fue el primer laboratorio mundial del “modelo”, sino que a propósito de muchas situaciones concretas aquello que no se pudo hacer o imponer en la “metrópoli”, el “centro” o el “Norte global” se practicó en la sociedad chilena sin mucho miramiento ni consideraciones sociales.

Si la fuerza de los cambios estructurales producidos en la sociedad chilena por la variante neoliberal del capitalismo contemporáneo no está en cuestión, ni las maneras particulares como esto condujo a una pluralidad de experiencias de vida sofocante, nada de todo esto permitía concluir a la producción masiva de sujetos neoliberales. No es lo que, desde estudios empíricos centrados en la experiencia y en las conciencias de los individuos, se observaba en Chile (Araujo y Martuccelli, 2012). Sin embargo, era lo que, al unísono, en un extraño concierto y escalada de asertos, afirmaban conjuntamente tantos aduladores y críticos del modelo. Son los límites de esta tesis lo que los manifestantes, en las marchas y los cabildos, pero también la asombrosa expansión de un sentimiento común de ahogo y de desafección en tantos grupos sociales reveló a la luz del día desde octubre del 2019 en Chile.

Esta desconexión, aquella que se traza entre las acciones colectivas por un lado y las interpretaciones sociales dominantes por el otro, no es en sí misma nada nuevo. Lo que reveló en las calles mayo del 68 y tantos otros movimientos estudiantiles y feministas por esos años, fue diametralmente opuesto a lo que afirmaban las tesis del hombre unidimensional o los trabajos a tenor estructuralista sobre la muerte del sujeto (Ferry y Renaut, 1985). La profundidad de la desconexión no alteró las certidumbres, en verdad los reflejos analíticos de tantos estudiosos. Los críticos –e incluso algunos actores sociales– se empecinaron en seguir leyendo la realidad desde la tesis incólume de la ideología dominante. Los movimientos de contestación, ellos, siguieron su vida por otros caminos.

Lo que la movilización ciudadana reveló en Chile no se limita a un conjunto de insatisfacciones frente a las promesas incumplidas del modelo o a tantas otras frustraciones de consumo. Sin duda, esto estuvo presente entre algunos manifestantes y es imposible desconocer la convergencia de intereses que se tiende a organizarse en torno a la demanda por un salario mínimo o por el aumento de las pensiones. Pero todo esto no permite ni inferir una supuesta adhesión a los pilares el modelo, ni mucho menos afirmar el modelamiento de las subjetividades de los de abajo por los intereses de los arriba.

En Chile hoy, como en tantas otras sociedades históricas ayer y mañana, si algo escapa a la dominación de las clases dirigentes son los horizontes de la conciencia. La ecuación de base del poder en el mundo contemporáneo es distinta. Si los de abajo, en el fondo y por lo general, creen poco en las bondades ilusorias de las ideologías dominantes (Abercrombie, Hill y Turner, 1987), muchas veces también descreen profundamente en la posibilidad de las utopías. En un solo y mismo movimiento, la sabiduría cotidiana adquirida en sus vidas duras, con pocas oportunidades y con tantos maltratos, les hace resistir a los espejismos de las ideologías, pero esa misma sabiduría también les hace desconfiar de la posibilidad de otros futuros y horizontes, resignándolos a sus tiempos presentes.

Esto es lo que, durante unos días de revolución, para muchos, no todos, pero muchos, las manifestaciones lograron sin duda agrietar. La agenda social y el conjunto de muy diversas iniciativas en curso les reveló concretamente que se podían hacer las cosas de otra manera. De muy otras maneras. Que la solidaridad colectiva, sin menoscabo de las responsabilidades individuales, podía expandirse. Que se podían aumentar los salarios y los ingresos, volver más progresivos los impuestos, intentar corregir con convicción las desigualdades, blandir la bandera mapuche en lo alto de la Plaza Italia, dejar de tener en soledad tantos miedos.

Las manifestaciones no cambiarán ni para siempre ni para todos, el futuro. La vida, mañana, para los de abajo será dura. La vida sofocante en tanto que experiencia de condensación de un tipo de sociedad está muy lejos de desaparecer de los cotidianos; para ello, muchos otros y distintos combates y transformaciones, de cuya posible realidad nadie puede presumir, serán necesarios. Pero a cada día le es suficiente su propia pena. Las movilizaciones en Chile mostraron en las calles, y con qué energía, los límites de la penetración ideológica del neoliberalismo en las conciencias. Los supuestos sujetos neoliberales privatizados han cedido las calles a una ciudadanía diversa y heterogénea.

América Latina ha vivido un innegable cambio político, social y económico en las últimas décadas, pero estos cambios, incluso cuando fueron activamente impulsados por una ideología neoliberal, no han engendrado a cabalidad un sujeto neoliberal. Los límites que se constatan, en lo que a la adhesión ideológica se refiere, tanto en la política como en la economía, abogan en favor de una conclusión de este tipo.

Es dentro de esta condición histórica y en la medida en que no se reconocen en la ideología del sujeto neoliberal, que muchos actores se perciben como aplastados por lo que designan como un Sistema tentacular neoliberal. El neoliberalismo es sobre todo percibido como un Sistema; en palabras de Norbert Lechner (2006: 201 y 540), una hegemonía fáctica. El orden neoliberal se impone más desde la facticidad del mundo que a través de las conciencias. Esto es lo esencial. Más allá de los críticos o de los partidarios del neoliberalismo y de su ideología, se generaliza la experiencia de individuos que tienen el sentimiento de estar atrapados en el Sistema. El de tener que vivir, bajo una y mil modalidades distintas, dentro del Sistema. El de tener que lidiar, de una y otra manera, y siempre de nuevo, contra el Sistema y el imperio de sus coacciones fácticas.

Pero el Sistema no es un nuevo tótem. Si hasta ayer el exceso de pesimismo de todos los críticos sinceros del neoliberalismo, los llevó a construir la idea de un tótem neoliberal inexpugnable, la prueba por los hechos –o sea por las calles, las marchas y los cabildos– debería llevarlos mañana, con no menos sinceridad, a abrazar no el optimismo, sino el principio de realidad. La dominación jamás confisca las subjetividades.

Danilo Martuccelli es sociólogo; reside en París.

Profesor titular en la Universidad de París e investigador en la Universidad Diego Portales. Autor de una treintena de libros, su última publicación es «Introducción heterodoxa a las ciencias sociales. Antes y más allá de la modernidad», Buenos Aires, Siglo XXI, 2020

Notas:

1 En el fondo, ni siquiera es necesario detenerse en esto: se trata simplemente de la asimetría de poder intelectual que ciertos clérigos (filósofos) conservan a la hora de caracterizar la realidad con respecto a otros clérigos (sociólogos). El origen de esta asimetría no tiene nada de misterioso: el trabajo intelectual “puro” tiene más valor simbólico que el trabajo intelectual “de campo, con terreno”. Problema: posee infinitamente menos veracidad.

2 El elogio altamente ideológico que del individuo empresario ha hecho el neoliberalismo en AL, minimiza – ampliamente – el rol que, en los hechos, reviene a otras consideraciones. El “capital social” sigue siendo decisivo en la región, como tantos estudios lo muestran a propósito de la tensión entre mérito y herencias o contactos. Es un rasgo importante de las sociedades sudamericanas que no es, por lo demás, en contra de lo que ciertas visiones afirman, específico a la región. Más o menos por doquier, las relaciones sociales son y siguen siendo un factor decisivo a la hora de establecer estrategias individuales. Incluso ciertas facetas del tan mal juzgado clientelismo no son sino variantes del tan elogiado capital social. En todo caso, la reevaluación axiológicamente neutra de estas realidades en la región requeriría, lo que no siempre es el caso, una comparación justa de la intersección de relaciones sociales, económicas y familiares en los países occidentales, pero también en los países asiáticos desarrollados (Japón, Corea del Sur, incluso China).

 

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