Dolores Castrillo – Los neofascismos en la época de la evaporación del padre

La historia no se repite, pero rima, decía Mark Twain. Cuando creíamos que vivíamos en un mundo donde los totalitarismos de los años 30 estaban felizmente olvidados, por todas partes, desde a EE.UU a España pasando por Brasil, emerge una extrema derecha que aunque no se reivindica del fascismo clásico y que hasta ahora ha descartado los rostros más thanáticos de los viejos totalitarismos , se embandera en fenómenos que le son inquietantemente  afines  como el ultraliberalismo en materia económica, el nacionalismo identitario, la xenofobia, la homofobia, la misoginia, el desprecio al pluralismo y a lo diferente.

¿Por qué estas derivas antidemocráticas en la actualidad?

El contexto en que surgen estos fenómenos que actualmente amenazan la democracia guarda un cierto parecido –no una estricta coincidencia– con el clima de los años ‘30 que propició el advenimiento de los totalitarismos. Entonces se asistió a una Gran Depresión que acarreó una descomposición del tejido social, donde de un orden social relativamente estructurado en clases con su representación parlamentaria en función de sus  respectivos intereses, se pasó a lo que Arendt en su imprescindible estudio sobre Los orígenes del totalitarismo llama “una masa inorganizada e inestructurada” de hombres insatisfechos y desesperados, y de furiosos individuos que no tenían nada en común, excepto su vaga aprehensión de que las esperanzas en los miembros de los partidos se hallaban condenadas y de que los miembros más respetados de la comunidad eran imbéciles , estúpidos o fraudulentos1.¿Cómo no encontrar en  este clima de los años ‘30 que describe Arendt  resonancias con lo que ocurre hoy en día? La denominada crisis, que en realidad no es una crisis del capitalismo sino el efecto más devastador de su propia lógica, ha traído junto con la extrema desigualdad provocada por la acumulación del capital en cada vez menos manos y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, una extrema desesperación de una masa  de individuos que ya no responden estrictamente a la lógica de unas clases sociales diferenciadas y organizadas, sino que se ven cada vez más atomizados, cada vez más precarizados en sus trabajos y en sus vidas, cunado no directamente expulsados del Otro del sistema, y que ya no confían, ya no se sienten representados por los burócratas de los partidos políticos bien sea por su ineficacia, su sometimiento a los poderes fácticos, por su corrupción, o por una mezcla de todo ello. Cuando las sociedades están sometidas a shocks tan fuertes y a situaciones tan anómicas como las que se daban en los años ‘30 o como las que, bajo otras formas, encontramos también en la época contemporánea, la emergencia de las fuerzas de ultraderecha y de los líderes carismáticos que se erigen en Padres salvadores son en demasiadas ocasiones la respuesta extrema a la ausencia de un horizonte de expectativas.

Añadamos a ello que esta anomia social de la que, al decir de Arendt, provienen los totalitarismos conduce a aquello que ella situaba como el auténtico hueso de los totalitarismos, a saber, eso que ella llamaba “lo superfluo”. Lo superfluo de capas enteras de la población, privadas de todo lugar en la sociedad, desarraigados, refugiados, apátridas, seres a la deriva, cada vez más numerosos en los regímenes totalitarios que se caracterizan por una política que vuelve a los hombres superfluos, prescindibles, y en último extremo ‘matables’: “El mal radical, ha aparecido –nos dice Arendt– en un sistema donde todos los hombres han devenido –a igual título– superfluos”. Es cierto que hoy no  existen los campos de exterminio del nazismo, pero los campos de refugiados o las aguas del mediterráneo donde se hacinan o yacen  los cuerpos de los inmigrantes que llaman a nuestras puertas evidencian que lo que Arendt llamaba lo superfluo y Lacan llama el estatuto del sujeto reducido a objeto de desecho, son hoy como ayer, la expresión más radical de ese fondo thanático que anida en los totalitarismos.

¿Cómo interpretó Lacan el terrible periodo de los totalitarismos? En “Los complejos familiares” lo interpreta como una compensación atroz y nefasta del ocaso de la función paterna y de la desestructuración del tejido social y familiar que tuvo lugar tras las vicisitudes de la 1ª Guerra. El desmembramiento de la familia, amenazada por la precariedad económica y social, acarreó la caída de la autoridad paterna como punto de referencia, como brújula que ordena y orienta la existencia de los sujetos. La llamada de las masas al Padre loco y déspota es un modo patológico de compensar la crisis social de la ‘imago paterna’.

Como puede verse, la tesis de Arendt sobre los orígenes del totalitarismo entra en una cierta resonancia con la de Lacan. Allí donde Arendt habla de una anomia, de una descomposición del tejido social respecto a lo que antes era un orden social relativamente estructurado, y de una pérdida de confianza en los representantes de los partidos políticos, como aquello que estaría en el origen de los liderazgos totalitarios, Lacan sostiene que allí donde entra en declive la función ordenadora de la ley paterna   surge el intento de remplazarla a través de una imagen loca y omnipotente del Padre, que en verdad no hace sino exhibir su declive irreversible.

Es curioso que Lacan introduzca la figura del declive del Padre para referirse a dos momentos históricos muy diferentes entre sí. Por un lado 1938, cuando ante el abismo de la segunda guerra  los grandes totalitarismos ya han subido a la escena. Por otro, después de la protesta de mayo del ‘68 Lacan hace referencia a la “evaporación del padre” como rasgo constitutivo de nuestro tiempo. ¿Qué pueden tener en común estas dos escenas tan lejanas?

Si el ocaso del Padre es la imagen que Lacan utilizaba para dar cuenta del retorno patológico del Padre en el totalitarismo, la evaporación del Padre es propuesta tras la protesta del ‘68 para definir el proceso de pérdida de la autoridad simbólica de la figura paterna que fue objeto de una crítica anti edípica por parte los jóvenes rebeldes contra el sistema patriarcal. La paradoja es que esta crítica de los revolucionarios sesenta y ochistas coincide con el discurso capitalista que socava los fundamentos de la función paterna. A diferencia del discurso del amo antiguo que regía en las sociedades tradicionales y que   intentaba regular el goce mediante prohibiciones y tabúes, el discurso capitalista se sustenta en un empuje superyoico a gozar sin límite. Ya sea de los objetos de consumo, ya sea de los más variados o bizarros modos de goce sexual. Como no hay objeto que pueda satisfacer al sujeto el carácter ávido del empuje a gozar hace que la maquinaria de la producción y el consumo gire y gire sin cesar. El discurso capitalista rechaza la función simbólica del Padre –esto es, la ley de la castración simbólica– que es la que  poniendo un límite al goce abre al deseo, anudándolo a la ley. Este rechazo de la castración es una manifestación de la pulsión de muerte que conduce a la vida hacia un goce privado de deseo, un goce tan ilimitado como destructivo. Como ha sabido ver Recalcati, lo que hay de común entre estos dos momentos históricos tan dispares –los totalitarismos del ‘38 y los tiempos hipermodernos– es un fatal malentendido acerca de la función del Padre: “Mientras que en el tiempo de los totalitarismos el nexo entre la ley y el deseo se disuelve en una ley loca y fanática que mata el deseo, en el tiempo hipermoderno el nexo se disuelve dando lugar a una pseudo liberación del deseo respecto de la ley que acaba por avalar su degradación a un mero capricho, a un goce compulsivo y desregulado privado de deseo”2.

La crítica al orden patriarcal y el propio discurso capitalista han socavado la ley del Padre. Y ello ha tenido diversos efectos, unos liberadores, otros angustiantes porque no son pocos los sujetos que sienten haber perdido la brújula que les orientaba y añoran una. Si el empuje de las mujeres por hacerse un lugar en la cultura ha podido culminar en eso que algunos consideran una ‘feminización’ del mundo en las últimas décadas, una gran parte de este ha atestiguado una ola de ‘masculinización’. Vuelve con fuerza, valga la redundancia, la imagen de hombres fuertes encarnada en líderes ultra machistas   como Putin, Trump y Bolsonaro que exhiben sin asomo de vergüenza  la degradación de las mujeres a simple objeto de goce sexual o algo peor. Si Freud analizó como una característica de la vida erótica  de muchos hombres la degradación de la mujer a un mero objeto de  satisfacción  sexual donde queda excluida toda  dimensión de amor,  Bolsonaro alardea de ser capaz de dar una vuelta de tuerca más en este camino de la degradación de las mujeres: “Yo a usted no la violaría porque no se lo merece”, le espetó con espantosa obscenidad  a una diputada. Estos líderes ultra machistas encarnan el retorno, bajo una forma obscena y feroz, de ese Padre cuya evaporación es el signo de los tiempos hiper-modernos. Y este retorno, a su vez, es emblemático de las inseguridades y ansiedades  con la que viven esta evaporación muchos hombres occidentales que ven amenazada su virilidad y que  sienten que han perdido la orientación en una sociedad que encuentran incomprensible. Así, por ejemplo, Jordan Peterson, uno de los intelectuales más influyentes en la actualidad según el New York Times, se lamenta de que “Occidente ha perdido la fe en la masculinidad” y denuncia la doctrina de la igualdad de géneros como “asesina”.

Sostener desde el Psicoanálisis que el retorno del Padre bajo una forma feroz es consecuencia de la evaporación de su función simbólica no autoriza ninguna nostalgia por el Padre Ideal, entre otras cosas porque esta vuelta es imposible si no es como caricatura atroz. Además, ¿qué duda cabe de los efectos liberadores que está posibilitando la crítica al Patriarcado llevada a cabo con tenacidad  por el movimiento feminista? Por referirme al reciente fenómeno del me too, uno de los efectos de esta oleada de denuncias contra la violencia machista ha sido el de una liberación de la palabra como forma de puesta en común de lo que puede llamarse el traumatismo de ese mal encuentro. “Tomar la palabra juntas permite no sentirse ensuciadas en su ser por el acoso sino hacer del trauma un fenómeno que se puede compartir”3. Se trata de “politizar el trauma”, “colectivizarlo”, interpretar lo que acontece en la vida de una mujer como consecuencia de las relaciones desigualitarias entre hombres y mujeres. No obstante, el Psicoanálisis, si bien no propone una vuelta al Padre ideal, y podría converger desde un prisma diferente con esta crítica del feminismo al Patriarcado, al mismo tiempo puede formular algunas cuestiones que lo problematizan. Por volver al me too, el psicoanálisis puede objetar que si esta palabra colectivizada tiene efectos liberadores también hay un efecto devastador de esta palabra. ¿Pues debemos creer, como pregunta Clotilde Léguil, que la masividad de las denuncias significaría que para cada mujer esta experiencia traumática podría elaborarse y subjetivarse desde un mero “nosotras las mujeres” contra un “ellos los acosadores”? El efecto devastador es que esta palabra colectiva anula paradójicamente al sujeto singular que quiere tomar la palabra. “La asunción colectiva del trauma conlleva paradójicamente una desaparición de la verdad del sujeto, pues se funda en una psicología del yo convertida en psicología de masas”4.

Una objeción en la misma línea podría hacerse desde el psicoanálisis a los colectivos de lesbianas, gays y transexuales.  Los nuevos líderes de la ultraderecha erigidos en Padres higienistas  han sido elegidos por sus votantes para limpiar el mundo de estos goces sucios y degenerados en nombre de la ley natural y de la ley de Dios. La experiencia psicoanalítica muestra que no hay ley natural ni tampoco ley del Padre-Dios que pueda remediar el carácter inevitablemente traumático de la sexualidad humana. Trauma que Lacan resumió en este axioma: no hay relación sexual, lo que quiere decir que  no hay en el psiquismo humano, a diferencia de lo que ocurre en los animales guiados por el instinto,  una fórmula que diga en qué consiste ser un hombre para una mujer y una mujer para un hombre. En este agujero de la no relación sexual pueden colocarse las más diversas formas de la sexualidad, desde la  heterosexualidad a la transexualidad pasando por la homosexualidad. Pero sería de una gran ingenuidad esperar que todos los sujetos, y menos si no se han psicoanalizado, acepten alegremente este ‘no hay relación sexual’ y la disparidad de goces plurales y bizarros que cada uno  pueda adoptar para apañárselas a su manera con esta falta de referentes naturales y simbólicos. Es significativo que en estos tiempos hiper-modernos la cuestión de la orientación sexual domine una gran parte de la escena política. El recurso a los líderes salvadores e higienistas es una respuesta a las inseguridades y malestares, cuando no  la angustia, que muchos sujetos, en la época de la evaporación del Padre, sienten ante la pérdida de referentes para ubicarse en el campo del goce y la sexualidad inevitablemente traumática en el ser humano. Esta angustia con suma facilidad vira al odio, odio al goce de los otros, de las mujeres, gays, transexuales, etc, que gozan de una forma diferente a la mía, aunque quizás también, de una forma ignorada, odio al propio goce, pues tampoco este me resulta en verdad muy adecuado.   Constituyéndose en pequeñas comunidades, las llamadas “minorías sexuales”, los  colectivos LGTB han encontrado  una manera de sustraerse al odio y a la presión que ejercen contra ellos –los que  desde una lógica del ‘para todos’ apelan a lo que sería la forma “normal” de gozar, la unión del hombre y la mujer para traer hijos a este mundo. ¿Pero es seguro que tratar de definir el ser de cada uno bajo la forma de la pertenencia a otras colectividades de género alternativas sea una solución válida para ahogar las preguntas y los malestares  que cada uno tiene en su peculiar modo de vivir el cuerpo, la sexualidad  o el amor?  Si algo puede derivarse de la experiencia  y de la  teoría analítica es que cada uno en el fondo es ‘una minoría sexual’, que no existe un para todos, sino que en realidad todos somos un caso único. Si entendemos el totalitarismo no solo en su versión histórica clásica sino como la hiper valoración de una lógica del ‘para todos’ que excluye la singularidad del sujeto5, habría que decir que una de las cosas que el psicoanálisis puede aportar frente toda tentación totalitaria clásica o hiper-moderna es el  respeto, e incluso el amor por el no- todo.

 

Dolores Castrillo Mirat es psicoanalista, reside en Madrid, España.

Psicoanalista, miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis del Campo Freudiano, miembro de la AMP, docente del Instituto del Campo Freudiano en Madrid (Nucep)

 

* Este texto es una versión ampliada de uno que lleva el mismo título, publicado por la autora en el Blog de la Red Zadig España.

 

Notas:

1 Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1998, p.260

2 Recalcati, M., ¿Qué queda del padre? La paternidad en la época hiper-moderna, Xoroi ediciones, 2015, p.38

3 Leguil, C., “Mondialisation de la parole féminine et déchaînement de la verité”, en Rev. Ornicar Nº 52, 2018, p.157

4 Ibíd, p. 163

5 Véase a este respecto: Miller, J.-A., El banquete de los analistas, Paidós, Bs.As., 2011, p. 146

 

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