Entrevista a Ana María Careaga

Ana María Careaga, secuestrada el 13 de junio de 1977 a los 16 años, embarazada y detenida-desaparecida en el centro clandestino conocido como «Club Atlético». Su madre, Esther Ballestrino de Careaga, fue una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, secuestrada en la ESMA y víctima de los «vuelos de la muerte». Ana María es Lic. en Psicología, psicoanalista, investigadora y docente de la UBA, en la Cát. de Psicoanálisis Freud I de la Facultad de Psicología (Cát. Osvaldo Delgado). Referente de los Derechos Humanos, directora del Instituto Espacio para la Memoria, testigo en los juicios y autora de numerosos artículos sobre la temática.

 

La libertad de pluma: ¿Qué marcas te dejó tu historia?, ¿qué pudiste hacer con ello?, ¿qué forma encontraste de saber vivir con eso?

Ana María Careaga: Lo primero que puedo decir es que con las marcas previas a las vivencias de mi historia pude hacer frente al hecho traumático, y también con posterioridad. Como analistas, nos puede sonar como una verdad de Perogrullo, pero yo me crié en una familia comprometida con la realidad de su tiempo, pensante, en un ambiente de inquietudes sociales y de solidaridad con los sectores más necesitados, con los excluidos del sistema. Parafraseando los dichos de mi padre en una carta en donde hablaba de mi mamá desaparecida, su compañera de toda la vida, él decía que mi casa era una casa de puertas abiertas que recibía en su mesa a los comensales, a los luchadores, sin preguntar jamás su signo partidario y “se discurría siempre sobre los más altos y nobles valores de la vida sin caer en la vulgaridad”, en una elección que implicaba “darle un sentido trascendente a nuestro breve paso por la vida”. Esos valores tan fuertes y arraigados en el lenguaje familiar me marcaron de tal modo que signaron mis elecciones en la adolescencia y a la vez fueron una impronta singular para poder sobrevivir dignamente mientras estuve secuestrada, y saber hacer, si es que esto es posible, o hasta donde esto es posible en esas circunstancias, desde un lugar que me sostuvo frente a lo peor de la condición humana puesto en juego en esa oscura época de nuestro país.

Partiendo de esto, puedo tomar luego dos grandes campos, dos grandes vertientes en mi vida, que son el psicoanálisis y el campo de los derechos humanos. Estando secuestrada, cuando tenía 16 años, tengo grabada una escena: yo estaba parada con los ojos vendados y cadenas en los pies, esperando –en una fila con gente en estado deplorable– mi turno para entrar al baño. Parecía una foto de los campos de concentración nazis, todos los cuerpos flacos, enjutos, lastimados…  Embarazada, y en esas condiciones, me formulé tempranamente la pregunta por la condición humana: ¿Cómo puede ser que exista un lugar así, cómo puede ser que estemos acá, tan lejos y tan cerca de la civilización, y que haya personas capaces de hacerle esto a sus semejantes? En ese momento podía intentar entender algo de eso desde la lógica en la que me había formado, desde categorías que, aún sin saberlo en ese momento, me resultarían después insuficientes, por eso me formulaba ese interrogante. Pero también hay que poder pensar todo esto en el marco de esa época y de la generación de los 70, en el contexto histórico en que tuvieron lugar esos proyectos emancipatorios. Cumplí los 17 en el campo de concentración y desde que fui puesta en libertad, me exilié y me dediqué a denunciar las violaciones a los derechos humanos, tanto lo que pasaba en Argentina, como mi experiencia particular y la persecución a mi familia. Esa práctica devino una posición permanente, yo lo llamo “militancia de la vida”.  Años después, encontré en el psicoanálisis y en mi propio análisis, nuevos interrogantes y renovadas respuestas que me permitieron un recorrido singular entre estos dos campos y mi experiencia personal. Desde esa perspectiva trabajé y lo sigo haciendo, en todo lo que tiene que ver con la defensa de los Derechos Humanos y la lucha histórica del movimiento de DDHH en torno a la tríada “Memoria, Verdad y Justicia”, en la tarea de reconstrucción de lo sucedido en los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio, los listados de los detenidos-desaparecidos, también de los responsables, los llamados autores materiales e intelectuales de los hechos, participando como querellante y testigo en los procesos que investigan y juzgan delitos de lesa humanidad y genocidio, etc.

Y también en la Cátedra Psicoanálisis Freud, cuyo titular, Osvaldo Delgado –de un enorme compromiso con esta temática– me invitó a integrar, en la Facultad de Psicología de la UBA, venimos trabajando asimismo en la investigación sobre las consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado. Todo esto me ha ayudado mucho en esta particular intersección entre mi experiencia personal y los campos de trabajo y es algo absolutamente presente en mi vida cotidiana. Podría decir que los derechos humanos y el psicoanálisis son mi lugar en el mundo. También podría agregar algo que no puede ser ajeno: durante el cautiverio compartí mi celda con una psicóloga de 40 años; esa experiencia de convivencia tan especial en medio del horror, los escasos pero indelebles diálogos y las escenas que vivimos me marcaron también para siempre. Seguramente algo tendrá que ver aquello en mi elección posterior. Y las vueltas de la vida: yo retomé los estudios en Argentina al volver del exilio, venía con toda la carga que implica la desaparición y la pérdida, cuando todavía costaba mucho hablar del tema, y encontré en las clases que entonces daba Osvaldo, cuando cursé Psicoanálisis, un lugar en donde sí se podía hablar, y entonces, fue para mí un lugar de pertenencia también, aún muchos años antes de integrar la Cátedra.

Yo digo siempre que el psicoanálisis es una herramienta privilegiada para poder pensar en los términos de la subjetividad y el alma humana, el lugar del semejante como Freud lo toma para dar cuenta de que si es necesario un mandamiento de “amar al prójimo” es porque esto no forma parte de “la naturaleza humana”, el concepto que retoma de la filosofía del “hombre como lobo del hombre” y cómo él mismo revela lo que le costó admitir lo que la clínica ponía de manifiesto y que lo llevó a conceptualizar la pulsión de muerte que luego Lacan va a retomar para referirse a la experiencia del nazismo como los Dioses oscuros.

 

La libertad de pluma: En Argentina se producen, como en ningún otro país, los procesos de memoria, verdad y justicia que culminan con los juicios a los delitos de lesa humanidad, la creación de distintos organismos de DDHH, las leyes reparatorias, las restituciones de los hijos, los sitios de la memoria, ¿qué efectos creés que tienen para el país no solamente a nivel histórico sino en lo social y en lo institucional? Y, ¿qué es imprescindible hacer de aquí en más?

Ana María Careaga: Creo que los avances que ha habido en la Argentina en materia de “Memoria, Verdad y Justicia” son extraordinarios; no sé si en algún otro país se avanzó del modo en que se avanzó acá en el juzgamiento de muchos de los represores; no lo creo, no al menos a la manera que adoptó “el caso argentino”. Creo que la modalidad de la represión, cuya figura por excelencia fue la desaparición forzada de personas, engendró una respuesta directamente proporcional a la magnitud del horror que tiene su expresión emblemática más visible en las Madres de Plaza de Mayo, cuyos pañuelos blancos dieron la vuelta al mundo como símbolos ejemplares de resistencia. Las Madres mismas lo dicen: “a nosotras nos parieron nuestros hijos” y frente a lo que se pretendió ocultar que fue la vida y los cuerpos de sus hijos e hijas, hicieron de la desaparición la presencia permanente de una ausencia. Las Madres instituyeron un capital simbólico tangible e intangible que se tradujo luego en políticas públicas de memoria que no tienen vuelta atrás al menos en lo hecho hasta acá. Por eso el rechazo masivo de una sociedad que le dijo un contundente ¡No! al “dos por uno”; no a los asesinos en las calles. Frente a hechos traumáticos de la naturaleza de esos delitos hay una parte que es irreparable tanto para las llamadas víctimas directas como para el conjunto de la sociedad. Y si hay alguna posibilidad de reparación en términos jurídicos, se trata de la intervención de la justicia sancionando el goce oscuro de quienes amparados en la impunidad se erigían en los “dueños de la vida y de la muerte” de personas indefensas, a quienes despojaban de su condición de sujetos y reducían a puro desecho. Este hecho es de una importancia fundamental. Y esa lucha de las Madres, de las Abuelas, de los familiares, de los organismos de DDHH, fundó un pacto civilizatorio en nuestra sociedad que es lo que posibilitó que luego se hablara de que los juicios formaban parte del contrato social de los argentinos y hoy se le dé a los Derechos Humanos el estatuto de columna vertebral del país.

Me parece que las Madres inauguraron un modo de respuesta que fue tomado luego como modelo eficaz a seguir en otras luchas y otras reivindicaciones. No es casual que hoy esos pañuelos blancos adopten otros colores ni tampoco que se plantee el Nunca Más para otras violaciones a los derechos humanos, como la deuda externa, el hambre, la violencia contra la mujer, etc.

Si en torno a eso oscuro de la condición humana que siempre acecha no hay garantías, creo que la respuesta de esta sociedad reflejada en sus expresiones más nobles y éticas es el mejor modo de acotar lo peor de esa condición humana, entendiendo la defensa de los Derechos Humanos en su concepción más amplia, como el derecho al acceso a derechos: el trabajo, la salud, la educación, la vivienda, una vida digna.

 

La libertad de pluma: ¿Cómo se ven afectados los DDHH a partir de esta “nueva razón del mundo” que es el neoliberalismo, que intenta tomar la subjetividad y terminar con los postulados de “memoria, verdad y justicia” poniendo fin al pasado histórico, transformando la memoria colectiva en algo individual, despolitizado, arrasando con los legados simbólicos, con lo transmisible e incluso la transformación de la verdad en posverdad?

Ana María Careaga: El golpe del 24 de marzo, si bien vino a continuar una sucesión de alternancia entre golpes militares y democracias formales, tuvo características inéditas, tanto respecto de la metodología como del alcance y secuelas de la represión. El autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” perseguía justamente eso, un profundo reordenamiento que apuntaba a desarticular los lazos sociales solidarios, para crear las condiciones de implementación de modelos neoliberales. Eso propició luego un acelerado proceso de concentración económica en desmedro de las grandes mayorías de la población. El neoliberalismo implica el reinado de la lógica del capital y del mercado y vivimos en la época de la modernidad en que se empuja al individualismo, al “sálvese quien pueda”, al “empresario de sí”, en donde el ser queda pegado al tener, en una espiral cuyo resultado es paradójico, porque empobrece profundamente al sujeto en desmedro del lazo al otro.

La llamada hoy posverdad, respecto del poder de los medios, no es algo nuevo. En otros tiempos se hablaba de cuarto poder, etc. pero hoy esto se enmarca, como rasgo por excelencia, en el avance de la técnica globalizada que puede estar al servicio de lo peor. La mundialización apunta a lo que se ha dado en llamar la colonización de la subjetividad. Lo podemos pensar en términos marxistas como alienación, pero hoy darle otras vueltas en un sentido más ancho, en donde el discurso hegemónico y la industria del entretenimiento apuntan a la comunidad absoluta de pensamientos, al mismo tiempo que a la soledad y aislamiento, creo que desde el psicoanálisis se pueden hacer valiosos aportes en esta materia, para pensar también cuáles son los límites de esta colonización en relación a lo más propio y singular del sujeto. Es notable como Lacan advirtió prematuramente acerca de que “nuestro porvenir de mercados comunes encontrará su contrapeso en la expansión cada vez más dura de los procesos de segregación” partiendo, para esta reflexión, nada más y nada menos que del “campo de concentración”. Cito: “lo que vimos emerger, para nuestro horror, representa la reacción de precursores en relación con lo que se irá desarrollando como consecuencia del reordenamiento de las agrupaciones sociales por la ciencia (…) y la universalización que esta introduce en ellas”. Leí hace unos días que en Francia están nombrando al endurecimiento de la represión contra los movimientos sociales como la “sudamericanización de la policía”. Es notable cómo se puede pensar la relación dialéctica entre estas cuestiones. La Doctrina de la Seguridad Nacional en la época del “Proceso” formó a los represores de las dictaduras del Cono Sur en la Escuela de las Américas bajo la experiencia de los franceses en Argelia y hoy se referencian en la brutal represión de estos países. Podríamos decir, parafraseando a Lacan: hoy se devuelven su propia práctica en forma invertida…

Los Derechos Humanos surgen –en el marco del derecho liberal– en torno a profundos avasallamientos a los seres humanos. En la Argentina, la inscripción simbólica de la tríada Memoria, Verdad y Justicia, fue a partir de la desaparición. Las Madres perdieron parte de sí mismas y desde ahí su reclamo se convirtió en imprescriptible, como el mismo delito que las vio nacer. Construyeron un pacto civilizatorio que implica, entre otras muchas cosas más, estar siempre atentos en defensa de ese capital simbólico.

 

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