En El arte de amargarse la vida Paul Watzlawic postula como mira de la psicoterapia el separar al sujeto de la posición de quien espera que un Otro proveedor le resuelva sus problemas. Considera este principio terapéutico como la prolongación de una posición política opuesta al estado benefactor. El vasto aparato asistencialista sería un generador de pobreza, en tanto ella justifica la existencia de su gravosa burocracia. El sujeto debe inventar su propia solución, tomar las riendas de su vida y sostener una posición emprendedora. En términos que no son los del psicoanálisis, aboga por la desaparición del lugar de la demanda y del correlativo lugar del Otro al que se dirige. La intervención estatal implicaría un paternalismo que alienta la enfermiza dependencia del sujeto. Recientemente, desde una perspectiva más cognitivista que sistémica, el Decano de la Facultad de Psicología de la UBA criticó el “paternalismo” de las medidas sanitarias implementadas por el estado para preservar a la población de la covid-19, según él un fantasma exagerado por el gobierno para infantilizar a la población (Clarín, 4 de julio de 2020). Alerta sobre el peligro del Otro protector y recomienda una “psicoeducación” que aporte a cada quien las herramientas para cuidarse solo. Esta ética individualista emana directamente de los ideales de la Ilustración, en tanto aspiran a la “mayoría de edad” del sujeto, tal como Kant lo definió. Aquí se debe advertir que muchos académicos de “izquierda” o “progresistas”, desde un signo ideológico diferente, no son menos partidarios de la “psicoeducación”. La psicoterapia con perspectiva de género (que sin honestidad suele venderse como “psicoanálisis”), por citar un caso, promueve un “enfoque psico-socio-educativo”. Lo esencial aquí es remarcar que lo común a las psicoterapias no analíticas, progresistas o neoliberales, es el establecer una continuidad entre la acción terapéutica y la acción política.
El psicoanálisis, muy al contrario, postula la ruptura de esa continuidad. Su campo propio es otro que el de los conflictos de la ciudad. Lo que no implica negar las muchas miserias que demandan soluciones políticas y el valor de la pedagogía. Mucho menos postular que el psicoanálisis lo pueda todo. Sólo sus enemigos demandan ese absurdo, desde una recóndita idealización cargada de odio. La subordinación de la ética del terapeuta a los ideales políticos del american way of life fue nombrada por Lacan como abyección. Pero la idolatría del analista hacia la utopía “progre” no es menos abyecta. Corrompe al psicoanálisis en su esencia, que reside en una ética. Es el destino de la sabiduría freudiana ser rechazada por los poderes establecidos que responden a una ideología cualquiera. Hoy nos machacan los oídos con el slogan barato de estar a la altura de “la subjetividad de la época”, sin recordar que Lacan mismo denunció la ineptitud de un psicoanálisis que “no tenga otro motivo de interés más que ser el de hoy”. Lo cierto es que los unos y los otros conciben la terapia como parte de un proyecto de ingeniería social fundado en el principio nominalista de la maleabilidad infinita de los cuerpos y las subjetividades. Postular cualquier imposibilidad –léase: cualquier real‒ en este sentido es algo que será tenido por “violento” y “autoritario”, tanto desde el liberalismo como desde el progresismo. Carl Schmitt supo ver que el pathos esencial del sujeto liberal es la violencia. La intervención del estado es violencia. Usar la palabra “sexo” es violencia. No es una exageración. Veremos que el discurso “progre” de la corrección política es consecuencia directa del liberalismo: nadie debe ofender a nadie, sobre todo porque el sujeto moderno, cargado de derechos como nunca antes, hace valer su derecho a no escuchar la verdad. Si el psicoanalista no comparte la perspectiva pedagógica común a psicoterapeutas de derecha y de izquierda, es justamente porque su posición no es paternalista. Aunque sí humanitaria. Sin embargo, se lo considera “patriarcal”, y hasta hay psicoanalistas que se hacen eco de esta imbecilidad. ¿Por qué no? Ven en la instancia del Nombre-del-Padre algo conservador, y “nostálgico”, a pesar de que Lacan fue muy claro en establecer que el Nombre-del-Padre no implica paternalismo alguno. Sin embargo, es interesante que el neolacanismo entienda que no hace falta ningún agente de la castración para inscribir un no al goce, dado que la castración sería algo asegurado por la estructura del lenguaje. El goce hallaría “naturalmente” su límite, sin el recurso al mito de una interdicción. Afirmación que por ser lógica no elude ni su esterilidad clínica, ni su falsedad. Eso sí, es congruente con el ideal de un mercado libre que se autorregula por la sola acción de su “invisible mano”. En las antípodas de Freud, que tuvo la genialidad de revalorizar el mito, el neo-lacanismo se adapta a una posmodernidad que decreta la caída de los grandes relatos, y a los principios éticos del libre mercado.
Es una facilidad demonizar el neoliberalismo sin antes atender a sus argumentos. Milton Friedman no es un tilingo “meritócrata” que vería el obstáculo a la libertad de mercado en los “negros choriplaneros”. Al contrario, Friedman sostiene que los dos enemigos principales del mercado libre son los empresarios y los académicos. Respecto de los primeros, advierte que la mayoría de ellos siempre buscan algún beneficio de parte del estado, con lo que contribuyen a su corrupción. En cuanto a los académicos, los considera adversos a la libertad porque siempre la reclaman para ellos mismos, mientras se la niegan a todos los demás. Son iluminados que saben lo que conviene a los pobres mejor que los pobres, o lo que conviene a las mujeres mejor que las mujeres. Y hay que decir que la izquierda académica promueve hoy la cultura de la cancelación y una formidable abolición de la libertad de expresión. En ello coinciden nombres como Richard Rorty, Noam Chomsky, Camille Paglia y muchos más. Advierten que la izquierda académica abandonó la lucha de clases para volcarse al feminismo, los reclamos de la comunidad LGTBQ, y las etnias discriminadas. Sobre todo el feminismo académico sostiene una mal disimulada guerra contra el varón como tal, lo cual implica al hombre trabajador, que al mismo tiempo es condenado a la exclusión por las políticas neoliberales. En Achieving our country, Rorty vaticinó que la clase trabajadora blanca y heterosexual, ignorada por la izquierda académica, se vengaría algún día apoyando a líderes autoritarios. Donald Trump y Jair Bolsonaro le dieron la razón.
El neoliberalismo y el progresismo “izquierdista” han sido paridos por la misma madre, y reproducen un mismo tipo de subjetividad cuyos males Freud advirtió de manera insuperable: la degradación del deseo y la interiorización de la agresividad. Nadie parece advertir la paradoja que implica que la sociedad post-paterna engendre un super-yo más feroz, aunque las razones sean claras para un freudiano. Por más que clamen por la intervención del estado, los “progres”, al igual que los neoliberales, no pueden diferenciar la autoridad de la tiranía, como tampoco diferencian la obediencia de la sumisión irresponsable. Pero de la autoridad que se trata no es la del padre de la horda (no conciben otra), sino la de lo real. El mensaje freudiano, al plantear el inconsciente en términos de tragedia y destino, denuncia los límites de la ideología política, incluso si ella se niega a sí misma como tal, como es el caso particular del neoliberalismo. Tiene razón Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo cuando sostiene que mientras los espíritus más agudos se atarean con los mitos y las leyendas, las ideologías atraen a las mediocridades intelectuales. El sujeto del neoliberalismo no es otra cosa que el yo autónomo de la Ego Psychology, el individuo libre de ataduras que fabricaría su propio destino. Pero el progresismo izquierdista, junto al feminismo académico y las perspectivas de género, sostiene, en el fondo, la misma posición. Porque concibe y aspira a un sujeto no marcado por el sexo. Y es en el lenguaje inclusivo –acaso prontamente obligatorio‒ donde la pretendida inclusión es en realidad borramiento de la diferencia sexual. Si la bandera del terapeuta liberal dice YO, la del terapeuta progresista dice NOSOTROS. Parecen diferentes, pero son sólo dos versiones de una misma omnipotencia narcisista. Por algo Lacan advierte que mientras el intelectual de derecha es un canalla, el intelectual de izquierda promueve la canallada colectiva. Ésta la vemos en la práctica del linchamiento mediático y la supresión del principio de presunción de inocencia promovida hoy por cierto feminismo académico.
El psicoanálisis no alienta la dependencia del sujeto al Otro. Respeta y habilita la invención personal de cada uno frente a esos imposibles que son la sexualidad y la muerte. Pero reconoce ahí las servidumbres del yo, de las que la modernidad no quiere saber nada. Así Lacan advierte sobre el riesgo de hacer de la no-dependencia un ideal psicoanalítico. El sujeto posmoderno, sea cual sea su ideología, es un sujeto que reniega de toda tradición, y que por lo tanto carece de gratitud, de eso que Melanie Klein supo valorar tan bien, porque la confunde con una dependencia “infantil”. Una ética, y no una técnica, es el fundamento de nuestra práctica. Una ética sin la cual –al decir de Lacan- una terapia será ajena al psicoanálisis por más que esté atiborrada de conceptos psicoanalíticos. Hoy esa ética que es la nuestra está puesta en riesgo por el discurso de la corrección política, que por muy crítico del neoliberalismo que sea, es de la libertad de mercado. Pero ante toda confrontación de saberes el psicoanalista tendrá en cuenta la participación de factores afectivos que arraigan en el núcleo éxtimo de nuestro ser. Reconocerlo implica negar la existencia del yo autónomo. Ese término, hoy olvidado por muchos, es el pilar del sujeto moderno. Y por cierto no lo hemos hecho caer. Ese fetiche ideológico es común a los espíritus mediocres y viles, liberales o progresistas, incapaces de reconocer con Vauvenargues que les grandes pensées viennenent du coeur.
Como latinoamericano sé muy bien que la libertad de mercado es perfectamente compatible con la más verticalista y autoritaria de las dictaduras. En Argentina todos los golpes militares –salvo el de 1943- han sido de inspiración liberal, y en defensa de la “libertad”. Friedman no ocultó su elogio ante el hecho de que una dictadura como la del Sr. Pinochet implementase una política de libre mercado. Lo cual no fue ninguna novedad, sino que ha sido la regla en Latinoamérica. El “milagro” chileno tan alabado por los liberales mostró que el capitalismo más salvaje bien puede romper su matrimonio con la democracia parlamentaria. Acaso el mundo esté cerca de experimentar lo que en nuestro país sabemos desde siempre, por lo menos aquellos que tenemos conciencia de lo que dice quien fuera presidente de la Banda Oriental, el Sr. Pepe Mujica, en el documental de Kusturica: si en EEUU no hay golpes de estado es porque ahí no hay una Embajada de los EEUU.
Marcelo Barros es psicoanalista, reside en Buenos Aires.
Miembro de la EOL y la AMP.