¿Nuestros deseos?
Para lo próximo que voy a decir, necesito partir de una base de acuerdo entre ustedes (quienes leen) y yo: nuestros deseos no son nuestros. Nuestro deseo no es propiedad privada. En algunos ambientes contemporáneos podría resultar arriesgado partir de esta base, pues los nuevos discursos de la “psicología” mainstream nos llaman a ser dueñxs de nuestras vidas y a descubrir nuestro propio deseo. Ello no es casual; justamente, estamos disciplinadxs bajo la triste ilusión de que tendremos el absoluto control de nuestras existencias si nos esforzamos lo suficiente, caemos bajo la falsa consciencia que el ser capitalista tiene necesariamente de sí2. De manera solapada, muchos discursos que llaman al “empoderamiento” individual se sostienen en lógicas propias del individualismo, el esencialismo y la meritocracia. Sin embargo, por aquí rápidamente podemos apelar a la ponderada fórmula lacaniana: “el deseo (…) es el deseo del Otro”3. El deseo se articula en relación a ese gran Otro del lenguaje y del poder. Es fundamental que no perdamos de vista esta noción al momento de delinear lo que sucede entre los cuerpos y la política.
Para nutrir esta perspectiva, cabe retomar el gran problema spinoziano: ¿por qué combaten las personas por su servidumbre como si se tratara de su salvación? Reich4 hace una aclaración al respecto: las masas no son sencillamente víctimas de un engaño, las masas han deseado incluso el fascismo en determinado momento y en determinadas circunstancias. No se trataría, entonces, de la ponderación del deseo individual como una esencia pura, ahistórica o apolítica. Para abordar esta cuestión, resulta fundamental poder pensar el deseo como producción, y no como carencia. No es que el deseo se apoye en necesidades, sino que las necesidades derivan del deseo como productos del mismo. El deseo hace máquina: copula con otros elementos, es producido y es productor, no parte de un vacío inicial sino desde y hacia elementos heterogéneos. No existe entonces una carencia “originaria”, al contrario, la carencia es preparada y organizada en la producción social. En este sentido, lo que llamamos producción social no es más que la producción deseante en condiciones determinadas.
Procuraré contribuir a esta cuestión desde experiencias cotidianas, mediante un recorrido lógico sustentado en supuestos que generalmente compartimos y con un ejemplo sencillo. En primer lugar, propongo simplemente empezar por reconocer que lo que deseamos depende –aunque sea un poco– de dónde, cómo y cuándo vivimos. Si podemos coincidir en ese punto, estaremos entonces de acuerdo en que nuestro deseo tiene una historia y una relación con las condiciones económicas, culturales y sociales de la época. Así, en términos próximos y coloquiales, de alguna manera llegamos a vincular nuestros deseos aparentemente personales e individuales a factores históricos, económicos, culturales y sociales. Podemos suponer, entonces, que los deseos -y no ya “nuestros” deseos- son políticos. En segundo lugar, apelo a un ejemplo sencillo: por aquí, quien escribe, es una mujer cis (una persona con vulva cuya autopercepción y expresión de género coincide mayormente con la percepción que la sociedad en su conjunto hace de su ser). Por aquí, una mujer de pelo largo. Esta estética es mayormente global: en casi todas partes del mundo y culturas modernas, la mayoría de mujeres cis llevan el pelo largo, mientras que la mayoría de los varones cis llevan el pelo más corto. ¿No es una casualidad muy llamativa que de acuerdo a nuestra identidad de género, “elijamos” casi todxs la misma estética? ¿Se dará por mero azar el que coincidamos y nos guste cómo nos queda lo mismo? En estas manifestaciones, resulta visible que hay factores que determinan, producen o –como mínimo– atraviesan nuestras elecciones. Es posible que no estemos eligiendo tan libres e iguales como el capitalismo salvaje nos llama a creer.
Castración del ego neoliberal: nuestros deseos, repito, no son propiedad privada. Concedámonos la sospecha de que los deseos algo tienen que ver con el poder, que no son una esencia nuestra personalísima. ¿Cómo podría el poder interferir en las máquinas deseantes? De muchas maneras: mediante la construcción de modelos hegemónicos, la exaltación de emociones, la gestión de carencias –necesidades– dependencias, la premiación por determinados comportamientos y el castigo por otros, etcétera. Propongo entonces un intervalo a la fe ciega en lo que queremos, valoramos, anhelamos. Propongo un intervalo para sospechar de nuestros deseos y sobre todo, sospechar de los deseos masivos.
Un aplauso para las fuerzas de seguridad
Durante las primeras semanas de aislamiento obligatorio empezó a leerse y escucharse, por parte del discurso de medios hegemónicos y oficiales, una progresiva e insidiosa exaltación de las fuerzas armadas y la gestión de una emocionalidad de agradecimiento5. Sin demasiado preámbulo –e incluso en proximidad al día en que recordábamos a las víctimas de la dictadura militar– se nos invitó a aplaudir desde el confinamiento en nuestras casas a las fuerzas armadas que “nos cuidan”.
Resulta pertinente recuperar, en este punto, algunas nociones elaboradas por Michel Foucault, enorme pensador en lo relativo al vínculo entre los pensamientos, la vida “individual” y el poder. Foucault señala que la finalidad del arte de gobernar no consiste ni más ni menos que en reforzar el propio Estado. Esta distinción no tiene fines de valoraciones morales negativas, no necesariamente implica que el Estado sea “malo” por proceder a auto-reforzarse: ya que el Estado debe necesariamente persistir durante un período histórico de duración indefinida, resulta un requisito lógico el que deba aumentar su potencia mediante el ejercicio de su gobierno en un marco extensivo y competitivo. En este sentido, Foucault menciona que los autores del siglo XVI y XVII –sustraídos de la lógica de que el gobernar deba tener otro fin diferente a la autoperpetuación del gobierno– comprendían por “policía” algo muy diferente que lo que comprendemos hoy. Ellos no entendían que la policía fuera una institución o un mecanismo funcionando en el seno del Estado, sino una técnica de gobierno propia de los Estados. Es por ello que la policía engloba todo lo demás (la justicia, las finanzas, el ejército) y vigila a las personas en tanto activas, vivas y productivas. Es por ello también que, en un contexto de crisis, esta técnica tan abarcativa requiere ser exaltada. Pues la policía asegura el vigor del Estado y lo coloca en primer plano”6 Foucault también destaca que, como segundo objetivo, la policía debe asimismo tender a desarrollar las relaciones de trabajo y de comercio, así como la ayuda y la asistencia mutua. No es novedad que la policía tenga también a cargo una práctica de “cuidado”, lo cual no garantiza que el cuidado sea un cuidado dadivoso o humanitario per se. Siguiendo a Foucault, este mismo cuidado de las personas y de determinadas relaciones entre ellas no tiene como objetivo otra cosa que –nuevamente– proporcionar mayor viabilidad y poder al Estado. No deja de tratarse del desarrollo de la vida de los individuos de tal modo que su desarrollo refuerce la potencia del Estado.
Así, durante las primeras semanas de aislamiento obligatorio en Argentina, al mismo tiempo que se exaltaba el discurso de la policía del cuidado, se omitió que durante esos mismos días habían recrudecido los abusos de poder, las detenciones arbitrarias y la represión por parte de la policía y la gendarmería, especialmente en los territorios más empobrecidos de la región. Se omitió que quien tiene el poder absoluto de “cuidar” o de velar por la regulación de la sociedad, también tiene poder para la coerción y la violencia en todas sus manifestaciones posibles. Ya habíamos dicho, en otros tiempos, que el silencio no es salud. Lxs psicólogxs sabemos, por otra parte, que lo que no se nombra, se ejecuta en acto. Lo que no se dice, hace síntoma.
En este contexto, me dispongo a prestar atención a ese síntoma que emerge entre estos discursos que no muestran que algo esconden, y –por supuesto– no muestran lo que esconden. Así, noto cómo, desde la aparición de la pandemia en nuestras existencias, se ha evidenciado de manera creciente el deseo de control primero y –como un agregado posterior o bien como una consecuencia inevitable por la dinámica del control disciplinario– de castigo después. Deseo de control por parte del Estado y sus fuerzas armadas; deseo de castigo para quien incumpla las reglas que son “para el bien de todos”. Y esto no sólo de parte de un sector de la sociedad que visible e históricamente se ha mostrado conservador: muchas de las compañeras feministas que hacía un tiempo atrás cantaban “el Estado opresor es un macho violador”, pedían luego el control del Estado y el despliegue de sus fuerzas armadas para asegurar el cumplimiento de la cuarentena; los buenos vecinos invitaban por grupo de whatsapp a organizarse para denunciar a quien salía varias veces al día de su casa, porque estaba incumpliendo el aislamiento obligatorio y ponía en riesgo a todxs; personas otrora inclusivas sostenían penosamente que había que dejar de repatriar argentinxs del exterior, porque lamentablemente nos contaminaban. Asistimos a discursos y prácticas de vigilancia y señalamiento por parte de sectores muy amplios y diversos de la sociedad. Se había producido un deseo de castigo para otrxs, en función de la propia salvación.
Nada mejor para demostrarse inocente, que denunciar un culpable
Hasta aquí, he trazado un relato de hechos y discursos que considero relativos al deseo de castigo. Me interesa reparar, ahora, en lo que este deseo de castigo para otrxs implica, en los rasgos más finos de su producción. Pues, como ya he delineado, no es ingenuo. Se sustenta, por el contrario, en una serie de creencias en absoluto inocuas.
En primerísimo lugar, el deseo de sanción y castigo requiere de una suposición básica de la existencia del mal en oposición al bien o incluso de personas malas y personas buenas. El bien y el mal diferenciados y mutuamente opuestos, asignados a las personas o bien a las conductas que las personas realizan. Considerando esta división opositiva, las fuerzas “de seguridad” existirían en un umbral, justamente para garantizar que el régimen perviva de esa manera. Porque, en realidad, esta división tajante es muy frágil, y pareciera que los malos quieren infiltrarse entre los buenos o ejercer el mal sobre ellos. Así, la policía del cuidado de los buenos operaría desplazando a los malos lejos, sancionándolos para que no reincidan en sus transgresiones, sus desobediencias o sus daños; para construir y reconstruir esta topografía polar. Nótese ya por acá, entonces, las raíces profundas del binarismo en nuestro pensamiento. Si nuestras lógicas estuvieran más habituadas a pensar en la multiplicidad por sobre la unidad, lo trans por sobre la esencia, lo procesual por sobre el resultado; nada de esto tendría sentido. Pero, justamente, estamos disciplinadxs para pensar en términos binarios pues es funcional a este régimen que se sustenta en el poder de algunxs y la subordinación de quienes para ese poder hegemónico representan la otredad.
En un segundo lugar, es viable suponer que el deseo de castigo se sustenta en una necesidad de reconocimiento por parte del poder opresor. “Reconocimiento” considerado en las dos acepciones básicas de la palabra: el sentimiento de agradecimiento o premio por parte de la autoridad por aquello que se entiende como una contribución o una demostración de obediencia, y el ser reconocido, identificable. Es decir que quien desea el castigo de otrx a su vez necesita (y quizás desea) ser fácilmente identificable como “bueno”. Deseo-necesidad de pertenecer al lado del bien y portar sus insignias. Quienes hayan tenido algún conflicto con pares durante la escolaridad podrán entender a lo que me refiero: cuando habíamos cometido una transgresión y sabíamos que estábamos en riesgo de que se descubriera, había pocos recursos tan eficaces como salir corriendo a contarle a la autoridad de turno lo que había hecho el/la otrx para ser reconocidxs como buenxs y quedar a salvo. Nada mejor para demostrarse inocente, que denunciar (o construir) un culpable.
En tercer lugar, desear el castigo de otrxs aloja una creencia en la propia y eterna impunidad, supone creer que nunca seré yo quien resulte denunciadx, que nunca me va a tocar a mí. Angela Davis destaca que, en el mundo occidental, las personas más privilegiadas tienden a pensar el encarcelamiento (o el castigo, la detención, la sanción) como un destino reservado a lxs otrxs, a lxs malhechores. Así, la prisión (o las celdas de la comisaría) funcionan ideológicamente como un sitio abstracto en el cual se depositan lxs indeseables, aliviando a las clases privilegiadas de la noción de peligro y de la responsabilidad de pensar en los verdaderos problemas7. Resulta evidente que esta creencia es una triste ingenuidad, incluso pese a que efectivamente existan clases privilegiadas y beneficiarixs transitorixs de los regímenes de opresión. Así como el masculino patriarcal nunca termina de ser lo suficientemente hombre y necesita dar pruebas de su virilidad de manera continua mediante la vejación de lo femenino para seguir perteneciendo a la fraternidad8, el ciudadano del bien necesitará perpetuamente conseguir insignias de su bondad ante el poder mediante el ejercicio de la colaboración en el disciplinamiento punitivo del paria. Tal como lo hace la masculinidad hegemónica, la sociedad de la buena consciencia también se constituye y realiza a expensas de la subordinación del otrx.
Este recorrido nos trae malas noticias para el masculino patriarcal y para quien le tira la policía encima al vecinx: nunca se termina de pertenecer al poder, pues el poder está siempre en disputa. Por mucho que queramos creer lo contrario, siempre estamos en riesgo de caer, de devenir marginales ante el avance o la desfiguración de la opresión. Fijémonos, si no, en aquel momento de la pandemia en que europeos ricos, blancos, académicos, desesperaban por entrar a África para escapar del virus que les acechaba y se encontraron con las fronteras cerradas. La hegemonía llorando en las puertas del tercer mundo, quién te ha visto y quién te ve.
La distribución de la precariedad y las estrategias para sobrevivir
Sea por atajarse a un posible propio devenir marginal, sea por un gesto ético al conocer cómo la COVID-19 y el despliegue de medidas políticas relativas a este virus ha perjudicado y ha dado muerte de manera diferencial a las personas más vulnerables, urge preguntarnos por la gestión de la precariedad.
Judith Butler nos recuerda que, por el mero hecho de poseer un cuerpo, estamos sujetxs a la mortalidad, la vulnerabilidad y la dependencia de otrxs. Ser / tener un cuerpo nos expone al mundo de lxs otrxs, al contacto y a la violencia pues el cuerpo está formado en la vida social, de manera tal que nunca es lo suficiente y acabadamente nuestro. Si bien podemos –sin dudas– luchar por los derechos sobre nuestras corporalidades, es preciso comprender que la construcción de una noción de “autonomía” no puede negar la existencia de una vulnerabilidad original e involuntaria que nos atraviesa. “Cada uno de nosotros se constituye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos –como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición–”9.
Sin embargo, esta condición de vulnerabilidad originaria que atraviesa a todos los cuerpos –relativa a habitar una constitución física contingente y a la necesidad de reconocimiento por parte de otros para existir–, no se organiza de manera simétrica. La vulnerabilidad es distribuida, explotada y administrada geopolíticamente de manera diferencial, produciendo que algunas vidas estén más expuestas que otras a la precariedad y la violencia. La vulnerabilidad de todo cuerpo se exacerba bajo ciertas condiciones sociales y políticas que explotan este ese lazo original por el que existimos, como cuerpos, fuera de nosotrxs y para otrxs. La precariedad es impuesta y producida sistemáticamente por la racionalidad neoliberal. Antes de la afectación por una eventual pandemia global, muchas existencias se encuentran ya en situación de muerte social.
Ser conscientes de esta vulnerabilidad puede convertirse en la base de una solución política pacífica o de fantasías de dominación. Ante el encuentro con la precariedad del otrx, surgen reacciones ambivalentes. Conocer la precariedad del otrx –conocer la exaltación de su vulnerabilidad y su debilidad– bien puede motorizar acciones que tiendan a su destrucción en razón de la autoconservación (pues, dada su indefensión, resulta un blanco fácil) o bien puede tender a forjar lazos de comunidad que apunten a la redistribución de la precariedad10. Sin embargo, la postulación de esta ambivalencia conlleva el riesgo de rápidamente convertir la cuestión en un tema de moralidad: destruir o “ayudar”. Quizás, como una estrategia posible para evitar este binarismo, resulte pertinente problematizar la cadencia de las opciones de destrucción o ayuda. Pues, sea para considerar la posibilidad de destruir al otrx o sea para considerar la posibilidad de ayudarle, es necesario que suponga que yo mismx me encuentro en situación de poder. Y, como fue desarrollado en el apartado anterior, si bien es innegable que existen clases beneficiarias de los regímenes de opresión, preguntarnos por las precariedades que nos atraviesan podría abrirnos a la posibilidad de pensarnos en términos de alianza con otras precariedades, y no meramente de ayuda dadivosa para o destrucción de otrxs que se nos representan ajenxs.
Se trata de dilucidar qué nos representamos cuando decimos “nosotrxs”: podríamos sorprendernos al encontrarnos con que -incluso teniendo toda una serie de privilegios- compartimos, en potencia, bastante más con aquellxs que consideramos otredad que con las élites del poder. Así, por ejemplo, incluso siendo una trabajadora asalariada -y contando con el privilegio que tener un ingreso estable supone- puedo descubrir que me encuentro en una situación de explotación, y que -por mucho que desee asemejarme al lado del poder- me encuentro más próxima a la figura del esclavo que al dueño de la gran empresa. Siendo que la riqueza del mundo está concentrada en una cantidad muy pequeña de personas, es altamente probable que –aunque quiera pretenderme soberana e ilimitada– mi vida se encuentre instrumentada para el enriquecimiento de Otro.
Incluso si, por los motivos que fuere, este último razonamiento resulta inviable, de todas maneras mi existencia no es tan original o finalmente separable del otrx. Ambxs estamos atravesadxs por una correlatividad fundamental debido a las condiciones sociales que nos constituyen: la sociabilidad de la vida corporal, los modos por los que estamos desde un principio –por ser seres corporales– entregadxs a otrxs, más allá de nosotrxs mismxs, implicadxs en vidas que no son las nuestras. Quizás sea un momento propicio para reconocer, desertando de la falsa consciencia del ser capitalista que es dueño autónomo de su vida por un esfuerzo individual, las precariedades que no sólo a otrx, sino a mí mismx me atraviesan. Desde ese lugar, otros lazos de alianza son posibles.
A modo de cierre
Finalizo abruptamente como un gesto que anticipa que este escrito no pretende tener mayores conclusiones. Arrogarse el saber de un rotundo qué “hay que hacer” sería un ejercicio de soberbia tanto como de necedad. Encuentro que asistimos a la exaltación del deseo punitivo sobre otrxs y la inconsciencia de nuestra precariedad. Me pregunto si esta nueva solidaridad de las distancias prudenciales omite la posibilidad de la alianza, la revuelta, la crítica.
Repito, no sé qué es lo hay que hacer en términos de políticas públicas o medidas gubernamentales. Por lo pronto, sé de lo que personalmente quiero fugar, y eso ya puede ser bastante. Sé que, procurando un agenciamiento asintóticamente autónomo de los pensamientos que me habitan, estaré alerta a cuando me encuentre deseando pertenecer al lado del bien y cuando me sorprenda a mí misma deseando el castigo de otrxs que no pertenecen. Me ocuparé de que no se empañe mi reconocimiento de las formas radicalmente desiguales en las que la vulnerabilidad se distribuye y la precariedad se instituye. Cuando me represente un nosotrxs, procuraré que sea el de las mujeres, lxs pobres, las tortas, los maricas, las putas, lxs trabajadores explotadxs, lxs discapacitadxs, lxs viejxs, lxs racializados, lxs migrantes, lxs enfermxs, lxs abyectxs, lxs que perturban las narrativas del capitalismo, lxs que no pertenecen. Si de establecer alianzas se trata, atenderé a aliarme entre marginales para continuar luchando por una vida vivible, por una comunidad de la vulnerabilidad y la interdependencia que nos llame a construir una responsabilidad colectiva por las vidas de otrxs, en lugar de denunciar o señalar a otrx para tramitarme una efímera y frágil complicidad con el discurso del poder o una restitución fugaz de mi sentimiento de seguridad.
Maria Agostina Silvestri es Lic. en Psicología (UBA), becaria doctoral CONICET y aspirante al Doctorado en Estudios de Género por la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Ha especializado su formación en el área de estudios de género y teorías queer. Su plan de trabajo doctoral es «Devenires alternativos: la fluidez sexo-genérica como crítica y/o emancipación de la identidad». Trabaja en el proyecto «Género(s), precariedad y afectos: agencias discursivas y aproximaciones teóricas» dirigido por la Dra. María Marta Quintana.
Notas bibliográficas:
1Lacan, J. (1954) Seminario 6: El deseo y su interpretación, p.517, Buenos Aires, Paidós, 2014.
2Deleuze, G. y Guattari, F. El antiedipo, p. 13, Buenos Aires, Paidós, 2016.
3Lacan (1962/63). Seminario 10: La angustia, p. 31, Buenos Aires, Paidós, 2006.
4Reich, W. Psicología de las masas del fascismo. México D.F., Roca, 1973.
5https://www.telam.com.ar/notas/202003/445734-coronavirus-argentina-aplausos-balcones.html
https://www.pagina12.com.ar/255797-elogio-a-la-policia-del-cuidado
6Foucault, M. Tecnologías del yo. Barcelona, p. 125,30, Paidós, 1995.
7Davis, A. ¿Son obsoletas las prisiones?. Buenos Aires, Boca Vulvaria Ediciones, 2017.
8Segato, R. Las estructuras fundamentales de la violencia. Buenos Aires, Prometeo, 2010.
9Butler, J. Cuerpos aliados y lucha política. p. 46, Buenos Aires, Paidós, 2015.
10Idem., Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires, Paidós, 2006.