A lo largo de la historia argentina dos concepciones han disputado en el ámbito público de la memoria colectiva: el liberalismo conservador que promovió la organización constitucional de mediados del siglo XIX y la llamada tradición nacional popular que impulsó las grandes reformas democráticas y las sucesivas fases de ampliación de la participación política y social. Sería equivocado creer que esta contradicción entre ambas tradiciones permite explicar sin más toda la historia argentina, ignorando la presencia de otras corrientes de pensamiento y la pluralidad de influencias que actúan en las diversas coyunturas, pero las disputas por la memoria se han organizado finalmente en torno a la confrontación de esas dos corrientes.
El actual gobierno argentino que asumió en diciembre del 2015 puede filiarse con la tradición del liberalismo conservador, en función de los intereses que defiende y por la caracterización general de sus políticas, sin embargo, no enfatiza en su discurso público la reivindicación de esa tradición. En consecuencia, la disputa por la memoria en nuestro país se diferencia hoy nítidamente del modo como venía planteándose desde que, en las últimas décadas del siglo pasado y la primera del actual, se consolidó una fuerte memoria social en torno a la lucha contra la impunidad de los crímenes del terrorismo de estado y la reivindicación de Memoria, Verdad y Justicia.
Esta memoria se ha apoyado en la tradición nacional popular y en diversas manifestaciones de la cultura progresista y de izquierda. El momento del juicio a las Juntas Militares, impulsado por Raúl Alfonsín, mostró una muy importante adhesión de los sectores de tradición liberal, que sería injusto llamar conservadores. Buena parte de ellos siguió acompañando el reclamo contra la impunidad luego de la Obediencia Debida y el Punto Final y es necesario recordar el antecedente del Juicio a las Juntas para impulsar hoy el acuerdo más amplio en torno a la defensa de los Derechos Humanos.
Como consecuencia, mientras en el terreno político la Argentina, desde la asunción del kirchnerismo en 2003 hasta hoy, vive una profunda división entre dos grandes bloques políticos –la grieta en el lenguaje de los grandes medios− uno de estos bloques, el de la centroderecha hoy macrista, no tiene una presencia clara en el debate por la memoria y los derechos humanos, tema que ha ocupado el centro de la escena política y cultural en los últimos años. Es cierto que algunos funcionarios del actual gobierno han formulado declaraciones repudiables que implican la negación de la magnitud de la tragedia de los desaparecidos y la condena de políticas y actitudes de los organismos de derechos humanos, pero no es menos cierto que, aunque no podemos ignorar la extrema gravedad de estas manifestaciones, finalmente esos funcionaron no fueron respaldados decididamente por el gobierno.
Al día siguiente de la victoria electoral que llevó a la presidencia a Mauricio Macri, el diario La Nación, fundado por Bartolomé Mitre en 1870, reclamó la inmediata suspensión de los juicios contra los genocidas, en términos muy cercanos a un alineamiento con la dictadura. La generalizada respuesta condenatoria que incluyó a muchos periodistas del mismo diario mostró la evidente dificultad de adoptar políticas como la reclamada por el más tradicional de los medios de prensa argentinos. Las más recientes declaraciones del presidente del bloque macrista en la Cámara de Diputados de la Nación significan un cambio hacia una más definida oposición del gobierno a las políticas de Memoria, Verdad y Justicia: la propuesta de Reconciliación supone el fin de los juicios y una drástica reversión del discurso sobre la memoria. Las expresiones de Nicolás Massot se suman a las que formulara en el mismo sentido Elisa Carrió, figura muy destacada de la alianza gobernante, reclamando la revisión de los juicios.
De todos modos, sin desconocer la nueva situación que estas expresiones van configurando, es evidente que al macrismo le preocupa no quedar estrechamente vinculado con la experiencia del terrorismo de estado. Esto se explica por la mala opinión que sobre ella tiene la gran mayoría de los argentinos, pero también porque, con el propósito de enfatizar su condición de nueva propuesta política, la Alianza Cambiemos rechaza un anclaje definido con cualquier tradición.
A diferencia de lo ocurrido en otros países de la región, no pudo gestarse en el nuestro una corriente de apoyo a la última dictadura y menos aún constituirse como tradición. El desastre de Malvinas obligó a la rápida huida de los militares gobernantes y, en ese contexto, la plena revelación de los grandes crímenes de lesa humanidad impidió cualquier adhesión política significativa. En un cuadro de alta inflación, fuerte endeudamiento y caída del producto, ni siquiera podía alegarse, como se hizo en Chile, el éxito de la política económica para justificar la reivindicación de la dictadura.
Desde entonces, sólo sectores ultraminoritarios se atreven a identificarse con Videla y sus secuaces. Fracasada la propuesta de Reconciliación y Olvido que intentó en los años ’90 Carlos Menem, hoy tampoco conseguiría consenso una política activa en ese sentido. En consecuencia, el actual gobierno −cuyos principales cuadros no tienen simpatías por las políticas de Memoria, Verdad y Justicia− considera que lo más inteligente es restar significación y actualidad al debate sobre la dictadura y los desaparecidos, tarea en la que hasta ahora ha tenido poco éxito, lo cual no lo ha llevado a desistir de este objetivo.
Pero más allá de las razones políticas que llevan al gobierno a tomar este camino, hay otra cuestión más importante que marca las significativas diferencias entre el centroderecha hoy gobernante y el discurso tradicional del liberalismo conservador argentino. Aunque en los últimos tiempos haya reprochado lo mismo a sus adversarios, este sector político ha gobernado siempre con una fuerte referencia hacia el pasado. Basta con leer El juicio del Siglo, el libro que Joaquín V. González destinó al Centenario de la emancipación, para advertir que la clase dominante argentina autoproclamada constructora de la Nación fundaba en este dato su indiscutible derecho a gobernar. Más tarde, cuando la irrupción del radicalismo trajo nuevos rostros y otros grupos sociales al gobierno, la oligarquía desplazada, asumiendo naturalmente el lugar de la Civilización, asoció a los recién llegados con la Barbarie. Asimismo, cuando la identificación entre peronismo y fascismo resultaba ya inviable, el gobierno de Perón fue asociado con esos mismos caudillos federales, presentados como símbolos del atraso y la intolerancia.
Esta operación histórica que embellecía a los sectores dominantes y demonizaba a sus adversarios se facilitaba porque las grandes figuras del liberalismo argentino, organizadores del régimen constitucional y fundadores de nuestra literatura, eran pensadores notables que, si bien fueron acentuando decididamente la inflexión conservadora, dejaron una influencia que en ciertos aspectos también fue inspiradora para los movimientos populares argentinos. Nada de ello ocurre con el liberalismo conservador desde hace muchas décadas. Ha tenido grandes escritores, pero no pensadores políticos: cuando al año del derrocamiento de Perón, Jorge Luis Borges decide afiliarse a uno de los partidos conservadores, su gesto parece menos el señalamiento de un camino a seguir que el acto de protesta de quien considera a todo el sistema político irremisiblemente perdido por algún modo de complicidad con el populismo.
Esta declinación intelectual de las derechas no basta para explicar la orfandad de ideas, la pobreza de los argumentos y la falta de anclaje histórico del sector político gobernante hoy en Argentina. Para comprender un poco mejor, recordemos que la propuesta macrista no sólo es hija del estallido social del 2001 y la severa crisis de representación que produjo la descomposición del sistema político argentino, tiene que ver también con un movimiento más vasto que culmina a nivel mundial en el fatídico año de 1989, cuando tras el Muro de Berlín cae la mayoría de los socialismos reales y en ocasión del Bicentenario de la Revolución Francesa se genera un fuerte consenso para afirmar tanto la inviabilidad como el sinsentido de cualquier proyecto de transformación de la sociedad. Treinta años después este sigue siendo el presupuesto del pensamiento neoliberal.
En esa línea, se considera abolida la idea misma de futuro y también se proclama la caducidad del pasado como referencia fundante. Son los años en que proliferan los monumentos y memoriales, pero como dijo Pierre Nora, autor de la publicitada compilación Los lugares de Memoria, estos vienen a reemplazar la ausencia de una memoria efectiva, aparecen como una compensación frente al cierre de un pasado que cada vez significaría menos para nuestros contemporáneos[1]. Vivimos, en consecuencia, en un régimen de puro presente.
A través de los siglos se han planteado tres maneras distintas de organizar el tiempo, de pensar la relación necesaria entre pasado, presente y futuro. En cada una de ellas uno de estos tres componentes asume el rol principal y subordina a los otros dos. En la Antigüedad Clásica, la primacía del pasado estaba asegurada por la misma fórmula que recogía Cicerón cuando definía la historia como maestra de la vida. El cristianismo replanteó en muchos aspectos esta referencia pero siguió siendo tributario del pasado. Es cierto que la idea cristiana de la salvación se apoya en el libre albedrío y que el creyente habrá de salvarse por sus obras y no por la mera identificación con la doctrina, pero ésta misma se apoya en una vuelta a las fuentes y en los textos sagrados.
La Ilustración y más profundamente la Revolución Francesa rompieron con esta dependencia del pasado. Del primado de la Razón podía derivarse un ambicioso programa de transformaciones, el mundo podía ser cambiado y para expresar esta consigna fue adoptándose, paradójicamente, un término –revolución− que en su origen servía para designar el movimiento cíclico de los astros en el espacio, más vinculado a una idea de eterno retorno que a una decidida voluntad de futuro[2].
El marxismo representó más que ninguna otra corriente de pensamiento la idea de legitimación por el futuro. Marx reprochó a los revolucionarios franceses la fascinación, excesiva a su juicio, que sobre ellos ejercían las tradiciones de la Roma republicana: “la revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado sino solamente del porvenir”[3]. Los comunistas definen su identidad por lo que sería el objetivo final de la lucha, la última etapa tan necesaria para sostener todo el edificio teórico como difícil de imaginar. Por eso, como todo pensamiento que ve una teleología en el desarrollo histórico, el marxismo no puede escapar a la idea de un final de la historia[4]. Sin embargo, la vanguardia artística a la que estuvieran los comunistas en principio tan vinculados se asociaba, antes que con cualquier idea terminal, con lo imprevisible e ilimitado. Fascinado por esa idea radical de la libertad que asumían los surrealistas, Walter Benjamin[5] se preguntaba como asociarla con el método y la disciplina: ¿Cómo “ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución?”
Este régimen de historicidad basado en el futuro –seguimos el esquema y la denominación de Francois Hartog[6]− se apoyaba en un idea de progreso que no resistió la prueba de las dos guerras mundiales y de los genocidios del siglo XX. Benjamin lo advirtió ya antes de Auschwitz y redefinió el sentido de la revolución: no el acelerador de una historia que camina por los carriles ya previstos sino el freno que pueda evitar la catástrofe[7]. El pensador alemán también miraba hacia adelante, puesto que la clave de su pensamiento era la idea de la futura redención. Pero este futuro y esa redención tenían un fuerte anclaje en los dolores del pasado y en su demanda de reparación.
La tercera de las fases de este régimen del tiempo muestra la afirmación del presente que absorbe –como ya hemos dicho− de algún modo el pasado y el futuro. Este porque aunque no consiguió imponerse la idea del fin de la historia se manifiesta una notable crisis del porvenir, como la ha calificado Kristof Pomian[8], crisis a la que el desarrollo de la Ciencia con el margen creciente que hoy se otorga a la incertidumbre ha prestado también su contribución.
Esta omnipresencia de lo actual con la globalización financiera y sus operaciones en tiempo real y con los nuevos desarrollos tecnológicos que han revolucionado la dimensión espacio temporal de la comunicación venían siendo anunciados a lo largo del siglo XX. Muchos historiadores enfatizaron el agotamiento de las formas tradicionales de transmisión entre generaciones, en tanto la urbanización acelerada, la nueva dimensión de la vida social con la presencia de las grandes masas, el desarrollo técnico y la extensión inusitada de la guerra terminó de modificar formas ancestrales de la vida de las sociedades. En las últimas décadas del siglo pasado, el efecto de esos cambios se profundizó con la revolución informática y el desarrollo vertiginoso de las comunicaciones.
Estas transformaciones llevaron a un cada vez mayor acortamiento en la percepción del pasado, porque tanto se ha acelerado el cambio que un acontecimiento distante unas pocas décadas parece muy alejado de nosotros, mientras también se reduce el espesor del presente, que se hace cada vez más fugaz por la creciente velocidad de transformación que convierte rápidamente todo en pasado. Para entender mejor como funciona hoy esta alteración del tiempo que parece llevarnos a la dictadura de un presente que absorbe el pasado y el futuro, será conveniente abordar un análisis más detenido del neoliberalismo, el marco en el que hoy se produce esta crisis del tiempo.
Las transformaciones del liberalismo
“¿Qué haríais si fueras rey?”, preguntaba a mediados del siglo XVIII el futuro Luis XVI a su maestro, el médico y economista Quesnay. “Nada, señor, no haría nada”, respondió el principal de los téoricos de la fisiocracia, la más temprana de las versiones del liberalismo económico[9]. Con ese discurso, apologético del laissez faire, profundizado más tarde por Adam Smith, se impuso la competencia en el comercio internacional, avanzó el capitalismo y Gran Bretaña estableció en el mundo su hegemonía económica y financiera. Sin embargo, las cosas no ocurrieron como las imaginaba el economista del rey francés. Lejos de permanecer inactivo, fue gracias a una importante acción del Estado como se generó la acumulación de capital y se crearon las condiciones para el desarrollo capitalista.
Aunque la democracia liberal acompañó el crecimiento vigoroso del capitalismo, pese al tendal de crisis y miseria que éste dejó a su paso, en agosto de 1938, cuando sesiona en París el Coloquio Walter Lipmann –primera aparición del neoliberalismo como corriente doctrinaria− la realidad no parecía muy promisoria para el pensamiento liberal. Mientras Hitler aceleraba su marcha hacia el oeste y Mussolini ejercitaba en África su proyecto imperial, en España ganaba terreno el franquismo y en Francia, los sectores dominantes no se habían repuesto del susto provocado por las movilizaciones y huelgas obreras que caracterizaron la experiencia del Frente Popular. Los Estados Unidos anunciaban ya el relevo de la hegemonía británica, pero muchos de los reunidos en París se espantaban de la política intervencionista de Franklin Roosevelt. Sólo podían tener alguna esperanza en los conservadores británicos, pero allí también las tendencias socializantes eran fuertes, al punto que uno de los textos fundantes del neoliberalismo, Camino de Servidumbre, de Friedrich Von Hayek, publicado en 1944, denunciaba el proyecto de Estado de Bienestar que aplicarían los laboristas que asumen el gobierno después de la guerra.
El gran esfuerzo productivo que reclamaban las economías de guerra, alentaba entonces la intervención estatal y excluía la aplicación del pensamiento neoliberal. Terminado el conflicto armado, la situación no varió: el fantasma de la gran depresión de los años 30 estimulaba la adopción de políticas keynesianas de expansión del gasto y el empleo. Los reunidos en París volvieron a encontrarse en 1951 en Suiza pero sus advertencias sobre los peligros del estatismo fueron todavía menos escuchadas que antes: frente al vigoroso crecimiento que se advertía en Europa y los Estados Unidos, que llevaría a hablar de ‘los treinta años gloriosos’, sólo un pequeño grupo mantenía la fe neoliberal, pregonando una catástrofe que no parecía cercana. Podríamos condenarlos por fundamentalistas y agoreros, pero lo cierto es que, como lo señala Perry Anderson[10], debemos reconocerles que formando escuelas y centros de estudio, supieron prepararse para el momento en que la crisis hiciera nuevamente su aparición.
Aunque muchos optimistas señalaban que la combinación de políticas expansivas y estado de bienestar permitía descartar la reedición de la crisis económica, ésta volvió a presentarse con otra característica. Ya no se produciría por la falta de demanda sino porque los grandes capitalistas advirtieron las primeras señales de una menor rentabilidad y redujeron sus inversiones. Sonó entonces la hora del neoliberalismo y las políticas restrictivas de reducción de gasto público y el empleo y se produjo un gran impulso al cambio tecnológico que desplazó mano de obra e impuso un nuevo modelo de acumulación de capital. Así fue reemplazado el modelo fordista de la cadena de producción por formas más flexibles de organización del trabajo que afectaron la capacidad de negociación sindical.
En un principio, se asoció el neoliberalismo con un retorno al capitalismo de los orígenes, un supuesto reino de la competencia sin intervención estatal. Hoy sin embargo, nadie puede creer que el mercado capitalista haya surgido por generación espontánea a partir del desarrollo de los intercambios, menos en Argentina donde debió recurrirse a algo tan poco espontáneo como el genocidio de los pueblos originarios para incorporar las tierras de la Patagonia a la explotación para el mercado mundial.
El neoliberalismo es hoy un régimen con una fuerte intervención del Estado para generar mejores condiciones para la concentración de la riqueza, la acumulación predominantemente financiera y el creciente endeudamiento de los países que no siempre se basa en ineludibles necesidades sino en opciones políticas que pregonan la estrecha vinculación con el mundo, es decir el sometimiento al capital financiero internacional.
En un estudio reciente que abre nuevos caminos, Cristian Laval y Pierre Dardot definen al neoliberalismo como “la nueva razón del mundo” [11], es decir, mucho más que una política económica, una nueva forma de organizar no solo la acción de los gobernantes sino de orientar la conducta de los propios gobernados[12]. Esta nueva forma de gobernar tiende a imponer en todos los órdenes la racionalidad empresarial, la competencia y el afán de lucro. No estamos, por lo tanto, ante una demanda por menos estado, aunque esto pueda ocurrir en algún caso, sino frente a una política que tiende a extender los mecanismos de mercado y el principio de la competencia a todos los órdenes de la vida social.
La adopción del término gubernamentalidad en la acepción foucaultiana permite superar la idea del neoliberalismo como confrontación entre estado y mercado. La política orientada a extender el principio de competencia a toda la vida en sociedad, no sólo se ejerce desde el Estado y, por otra parte, el disciplinamiento de las poblaciones tampoco se genera exclusivamente por acción del poder sino también a través de las técnicas de dominación individual. Más allá de la fuerte restricción de libertad que aplican los gobiernos neoliberales sobre sectores de la población, es necesario entender, siguiendo esta mirada, que el neoliberalismo también gobierna con la libertad. El poder actúa sobre el espacio de libertad que queda a los individuos para que éstos, por sí mismos, se sometan a las normas[13].
Google y las redes sociales que se presentan como espacios abiertos en los que todos podemos participar en libertad, adoptan sin embargo formas panópticas. En este gran panóptico del que no existe ningún afuera, escribe Byung-Chul-Han[14], “la vigilancia no se realiza como ataque a la libertad”, cada uno se entrega voluntariamente a la mirada panóptica. “Ahí está la dialéctica de la libertad que se hace patente como control”, concluye el filósofo coreano.
Esta caracterización del neoliberalismo alumbra ciertas zonas oscuras del presente político argentino. La insistencia, aparentemente sin sentido, en alocuciones oficiales en las que se invita a grupos de la población de muy escasos recursos a formar emprendimientos individuales que difícilmente puedan concretar, es coherente con un proyecto que, en última instancia, considera a cada individuo como una empresa que debe maximizar su rendimiento. La idea misma de sociedad tiende a desaparecer, porque de este modo todo se convierte en mercado, pero no porque el Estado disminuya su presencia sino porque se transforma en el agente de esta individualización de la sociedad. También trastabilla cualquier idea de nación, no sólo porque la política neoliberal afecta la producción y el trabajo argentinos sino, fundamentalmente, porque está cuestionada no sólo la viabilidad de un proyecto de Nación sino que este sea necesario o siquiera deseable.
En este sentido, cuando el actual presidente insiste en proclamar que “el cambio lo vamos a hacer con todos”, sería muy equivocado entender ese ‘todos’ como la referencia a un colectivo. La interpelación presidencial se dirige a cada uno de los ciudadanos, por eso la práctica preferida es el timbreo, que lo pone en relación directa con una o un pequeño grupo de personas, y se desechan, casi siempre, las grandes convocatorias. Este proyecto de escasa densidad intelectual, puesto que el discurso político tradicional es reemplazado por la jerga de los ejecutivos de empresa, es necesariamente un proyecto sin memoria.
El despliegue de las operaciones financieras en tiempo real no necesita fundarse en ningún relato fuerte, en ninguna referencia al pasado. Estamos en el mundo del presentismo absoluto. Sin embargo, este discurso que también hace un culto de la apelación a lo positivo ha conseguido una adhesión difícil de entender. El macrismo ha logrado que un importante sector de la sociedad, entre los que se encuentra una parte considerable de los grupos más populares, acepte la idea de que su vida puede mejorar al margen de cualquier idea de lucha o solidaridad social.
Tal ocultamiento de los mecanismos de la dominación y de los conflictos determinantes de la marcha de las sociedades tiene necesariamente que acompañarse de una banalización del discurso público. Basta un ejemplo. Mientras las empresas monopólicas aumentan las tarifas del servicio eléctrico a través de uno de sus ejecutivos que integra el gobierno, el presidente no se dirige a la población para referirse a la falta de inversión de las empresas pese a su alta rentabilidad, causa principal del aumento de costos, sino que explica como un padre que se dirige a sus hijos que debe hacerse para reducir el consumo familiar.
De tan simple e insustancial, este discurso sin espesor conceptual podría considerarse transparente, sin embargo, su opacidad no podría ser mayor[15], porque la política argentina que conoció momentos peores, sin duda, como la orgía represiva de la dictadura, no registra antecedentes de similar operación de ocultamiento, amparada en el monopolio de los grandes medios de comunicación. La constante invocación a la alegría y las efusiones de fiesta parroquial encubren una situación social preocupante, la intimidación a los opositores y a funcionarios que la Constitución obliga a respetar, la cada vez mayor presencia de la represión en las movilizaciones populares y el recorte de muchas libertades. Centenares de miles de argentinos denunciaron las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel y es muy importante en el mundo el coro de protesta por la situación de Milagro Sala, pero no son pocos aún en el país quienes siguen atrapados en la confusión deliberadamente generada por el aparato oficial.
No es extraña esta presencia en el macrismo de la violencia institucional. La implantación del neoliberalismo a nivel mundial fue acompañada por una ola de operaciones militares encabezadas por los Estados Unidos que devastaron países enteros y una red de operaciones clandestinas que no respeta las fronteras de ninguna nación. Como lo ha estudiado Pilar Calveiro[16], el orden neoliberal no se detiene en el borde de la ilegalidad y la invocación a la lucha contra el terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico le ha permitido justificar en muchos casos un verdadero estado de excepción.
En la primera década del siglo, cuando los países sudamericanos se organizaban con mayor independencia de los Estados Unidos y en muchos casos se avanzaba en políticas de crecimiento y justicia social, el teórico brasileño Emir Sader, calificó a estos regímenes políticos como “posneoliberales”[17]. La denominación podía parecer prudente porque no avanzaba más allá del propósito de trascender el neoliberalismo, pero tal vez subestimaba las dificultades que encontraría ese propósito, puesto que ‘la nueva razón del mundo’ –como hemos visto− no es una mera política económica sino la forma dominante que adopta el capitalismo del siglo XXI. Ello explica también que se revelaran como infundados los pronósticos de quienes en Europa anunciaron que la crisis de las hipotecas en 2008 llevaría al fin del modelo neoliberal.
Hoy, ante la profunda regresión que se ha producido en la región, parece necesario replantear esta conceptualización, no para renunciar al horizonte de superación del neoliberalismo, sino para entender que el cuestionamiento al modelo que hemos vivido en los años recientes en el sur de América debe entenderse como un momento dentro de la gran ola neoliberal que desde hace cuatro décadas domina el mundo. El reinicio de este intento requerirá un balance de la experiencia iniciada a comienzos de siglo, mucha imaginación y audacia política y, con seguridad, sólo puede ser pensado en el marco del avance de la unidad regional.
Este recorrido por las características básicas del neoliberalismo y el modo como se aplica hoy en el país nos permite entender mejor la política que hoy enfrentamos en el ámbito de la memoria y los derechos humanos. Caben pocas dudas de la hostilidad esencial del gobierno actual hacia el movimiento de Derechos Humanos, lo que lleva a estar preparados para cualquier avance más serio en contra de las políticas de Memoria, Verdad y Justicia.
Ya hemos señalado que el carácter elusivo de la actual política de avances y retrocesos se explica tanto por la dificultad de discutir en un terreno, el de la memoria histórica, para el que el macrismo carece de vocación y probablemente también de unidad de criterio, como por elementales razones de prudencia política: sería peligroso enfrentar a la oposición en el punto en que ésta puede ostentar mayor consenso social. Pero sería muy equivocado estar desprevenidos ante el cada vez mayor desinterés oficial por la vigencia de los derechos humanos y la continuidad del proceso de justicia.
Eduardo Jozami es abogado, reside en Buenos Aires.
Periodista y escritor. Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Profesor en UNTREF y otras universidades. Miembro de Carta Abierta.
Notas bibliográficas:
[1] Nora, P., Lieux de Mémoire, Introducción, Tomo I, Paris, Gallimard, 1984.
[2] Voltaire, el hombre que simbolizó mejor que ningún otro el nuevo clima de ideas de la Ilustración no se planteaba transformaciones tan profundas: aunque tuvo conciencia de que vivía en un tiempo de cambio, sus objetivos eran más modestos “quería escribir una Prehistoria Universal de la burguesía francesa, de esa clase humana, civilizada, refinada, inteligente, industrial y confortable” Friedrich Meinecke, El Historicismo y su génesis, Fondo de Cultura Económica. México, 1943, p. 74.
[3] Marx, C., El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, Madrid, 2003, p. 13. El mismo Marx, sin embargo, enfatiza en el mismo texto que no siempre puede considerarse negativa la apelación al pasado: ese manto de “vejez venerable” sirvió a los revolucionarios burgueses, pero, a su juicio, no lo requiere la revolución proletaria. Esta “debe dejar que los muertos entierren a sus muertos para cobrar conciencia de su propio contenido.”
[4] “Toda dialéctica sistemática debe desembocar en un “fin de la historia”, ya sea bajo la forma del saber absoluto de Hegel o del “hombre total” de Marx” Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona, 1993, p. 93.
[5] Benjamin, W., El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea, en Ensayos, Editora Nacional, Madrid, 2002, Tomo VIII, p. 20.
[6] Hartog, F., Regímenes de Historicidad, Universidad Iberoamericana, México, 2007.
[7] Benjamin, W., Calle de mano única, Editora Nacional, Madrid, 2002, p.51/52.
[8] Pomian, K., Sur L’ histoire, Gallimard, Paris, 1999, p. 233 y sigs.
[9] Jozami, E., Un Estado para pocos, Cuaderno de Crisis N° 30, Buenos Aires, 1987, p. 7.
[10] Anderson, P., “Balance del neoliberalismo: Lecciones para la izquierda”, en La Izquierda ante el Fin del Milenio, Arcis Lom, Santiago de Chile, s/fecha, pp. 5-7.
[11] Laval C., y Dardot, P., La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona, 2013.
[12] Llamo gubernamentalidad –escribe Michel Foucault− la confluencia entre las técnicas de dominación sobre los otros y las técnicas de sí mismo”. Ver Foucault, M., “Las técnicas de sí”, en Foucault, M., Obras Esenciales, Magnum, Barcelona, 1999, p. 1071.
[13] Laval y Dardot, op. cit., p. 16.
[14] Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder, Buenos Aires, 2017, pp. 94-95.
[15] Paradojalmente, la transparencia es una de las consignas mayores del neoliberalismo. La lógica del capitalismo que permite considerar a las cosas no en función de su singularidad sino de su precio se extrema en el discurso neoliberal. Este no deja espacio para ninguna negatividad, en última instancia para ningún misterio. Esto plantea un difícil problema para los movimientos populares de oposición al neoliberalismo. Es necesario denunciar la corrupción y las restricciones a la libre información, generalmente nombradas como faltas a la transparencia y al mismo tiempo rechazar el ideal de una sociedad transparente que quita espesura al lenguaje, las acciones y las cosas. La referencia constante a pensar en positivo en el discurso del macrismo y en los medios ilustra sobre los alcances y peligros de esta operación simplificadora.
[16] Ver Calveiro, P., Violencias de Estado, Siglo XXI, Buenos Aires, 2012.
[17] Sader, E., El Viejo Topo. Los caminos de la izquierda Latinoamericana, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009, p. 199 y sigs.