Mónica Biaggio – Lo legítimo de un acto

En apariencia, el film Los dos Papas, trata del ascenso de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) y Jorge Bergoglio (Francisco I), que asume luego de la renuncia del primero.

Más allá de la veracidad, o no, de los hechos que muestra el film, me parece más importante subrayar del mismo, la posición ética que ambos sostienen en la conversación que mantienen.

La culpa es uno de los afectos que ellos manifiestan, sin embargo, creo que es posible subrayar el lugar de la responsabilidad (que no es la culpa) que en la posición de ambos se muestra.

A diferencia de la responsabilidad, la culpa es un sentimiento que promueve el superyó. La culpa convoca a un goce anudado al sufrimiento que empuja a la búsqueda de castigo. Este empuje lleva al sujeto a realizar actos cada vez más “reprochables” por parte de esa instancia psíquica, lo que conduce a una nueva búsqueda de castigo. Es un circuito que no termina nunca, y no sólo no termina, sino que se incrementa.

El autorreproche, va en esta dirección, puesto que lejos de reparar lo que se considera un acto deleznable para el juicio íntimo de cada uno, la convocatoria es realizar lo mismo, peor, a los efectos de poder recibir el castigo concomitante.

Pero no hay castigo que pacifique la gula del superyó, puesto que cuanto más virtuoso más culpable: “El superyó pena al yo pecador con los mismos sentimientos de angustia, y acecha oportunidades de hacerlo castigar por el mundo exterior. En este segundo grado de su desarrollo, la conciencia moral presenta una peculiaridad que era ajena al primero y ya no es fácil de explicar: se comporta con severidad y desconfianza tanto mayores cuanto más virtuoso es el individuo, de suerte que en definitiva justamente aquellos que se han acercado más a la santidad son los que más acerbamente se reprochan su condición pecaminosa. Así la virtud pierde una parte de la recompensa que se le promete; el yo obediente y austero no goza de la confianza de su mentor y, a lo que parece, se esfuerza en vano por granjeársela. En este punto se estará dispuesto a objetar: he ahí unas dificultades amañadas de manera artificial. Se dirá que una conciencia moral más severa y vigilante es el rasgo característico del hombre virtuoso, y que si los santos se proclaman pecadores no lo harían sin razón, considerando las tentaciones de satisfacción pulsional a que están expuestos en medida particularmente elevada, puesto que, como bien se sabe, una denegación continuada tiene por efecto aumentar las tentaciones, que, cuando se las satisface de tiempo en tiempo, ceden al menos provisionalmente”1.

La posición que manifiesta el personaje de Benedicto XVI parece contradecir lo que Freud postula, porque no refleja un sentimiento de culpa o de autorreproche, sino de responsabilidad respecto a lo legitimo o no de su embestidura.

Es diferente la posición del personaje de Bergoglio, quien en un principio sí se muestra culpable, motivo por el cual quiere presentar su renuncia.

Aquí pareciera que se presentan dos posiciones diferentes, dos renuncias diferentes.

Bergoglio, manifiesta su error de juicio cuando pretende “salvar” de la persecución y secuestro llevado a cabo en Latinoamérica (Plan Condor) por la dictadura militar, a los sacerdotes de la Compañía Jesuita de la que él era superior.

Lejos de esto, cae en la trampa por lo mismo que cayó Creonte: harmatia, error de juicio por disposición culpable. Así cuando en el film se dirige a Massera, para reclamar por la aparición de “sus” sacerdotes: Orlando Yorio y Francisco Jalics, es preso de sus propias palabras. Massera le pregunta porqué los expulsó, Bergoglio le dice que sólo les negó la comunión temporalmente, “una cuestión técnica, dice, nada más”.

La respuesta psicopática no se hizo esperar “nosotros vemos y oímos todo. No son sus sacerdotes, usted mismo lo dijo recién, es una cuestión técnica. Debería pensar más en el alcance de sus actos”2.

Coloca de esta manera la falta del lado de Bergoglio, encarnando para él un superyó en su cara más feroz. Desde esta perspectiva, podría decirse que el personaje representado en el film es en primera instancia un sujeto culpable y como tal lleno de remordimientos. Procura reparar expiando esa culpa, tratando de volver a andar el camino abandonado: trabaja en las villas, con los más humildes y lleva adelante los principios de la misión jesuita. Sin embargo, no le alcanza para autorizarse a continuar con su carrera, y esto lo lleva a pedir su renuncia.

El superyó freudiano, es el heredero del complejo de Edipo. Representa una ley insensata que obliga a soplar frio y caliente. En su dimensión simbólica es la ley lo que prohíbe y habilita; la cuestión es que lo que habilita también será censurado por esa voz implacable. Voz que encarna su dimensión real en tanto objeto.

Lacan, en su Seminario 7 La Ética del psicoanálisis, establece que, detrás de la ley, se encuentra el goce. Kant con Sade, dos caras de la misma moneda. Dos leyes que no dan lugar a la castración. Culpa o falta de culpa, pero nunca determina la responsabilidad subjetiva.

 “Lacan dijo que más bien lo que se manifestó en esto es que son las dos caras de todo sistema de interdicción, que toda ley tiene un núcleo loco. Hay un núcleo incomprensible de la ley, que incluye de manera éxtima el punto de goce del que enuncia la ley. Y eso es irreductible, sea al nivel del sujeto, sea al nivel de la cultura. Las leyes, buenas y malas, contienen algo de loco en su versión final. Y es esto lo que se manifiesta desde el inicio en esta ley de hierro del goce”3.

Por eso creo que se puede leer este film desde la perspectiva de Agamben quien nos instruye al respecto en su obra El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos. Esta publicación está constituida en dos partes. Parecieran dos textos independientes entre sí, y de hecho lo son. Sin embargo, la lectura que se puede hacer de la primera parte es a partir de la segunda: Mysterium inquitatis. La historia como misterio (que fue escrito antes). Es a partir de este concepto de “misterio” del mal, que Agamben analiza el acto de Benedicto XVI.

Para Agamben el mal no es un enigma, ni algo incognoscible inherente a la humanidad sino un hecho histórico que si queda ubicado en el plano de lo ontológico, tenemos la justificación del mal por medio de la kenosis (vaciamiento de la propia voluntad para llegar a ser receptivo a la voluntad de Dios).

En ese sentido la banalidad del mal se explicaría por esta exclusión de la experiencia escatológica reduciendo la misma al Mysterium inquitatis, es decir el misterio de la iniquidad o el mal.

En la Iglesia hay dos elementos que se entrecruzan históricamente: la oikonomía, (acción salvadora de Dios en el mundo) y la escatológica (el fin del mundo y del tiempo). Este segundo elemento al ser dejado de lado por la Iglesia, la acción salvadora de Dios queda desprovista de objetivo. El mal se convierte así, en algo ontológico.

“Después de las dos guerras mundiales, el escándalo ante el horror empujó a filósofos y teólogos -basados en el momento kenótico de Cristo- a radicar en Dios el Mysterium, en una suerte de monstruosa, (…) “cacokenodicea”, una justificación del mal a través de la kenosis, con un olvido total de su significado escatológico”4.

Un ejemplo horroroso, es cuando antes del estallido de la Segunda Guerra mundial convivían polacos judíos y católicos en Jedwabne. Los judíos, son masacrados por sus vecinos católicos sin que todavía los alemanes hayan ocupado el lugar. Hasta el año 1970 se culpó al pueblo alemán, pero Jan T. Gross (historiador y sociólogo) publica una investigación en la que refiere estos hechos. Existieron controversias respecto del número de asesinatos, (operación burocrática). Tal como Hannah Arendt lo había expuesto, el mal puede ser ejercido por cualquiera y bajo cualquier circunstancia.

En este sentido es que Agamben toma el acto de Benedicto XVI, como lo que viene a restituir otra dimensión para el lugar del mal: “(…) sólo si se restituye mysterium inquitatis a su contexto escatológico, una acción, una acción política puede ser de nuevo posible, tanto en la esfera teológica como en la profana. El mal no es un oscuro drama teológico que paraliza y vuelve enigmática y ambigua toda acción, sino un drama histórico en el cual la decisión de cada uno está siempre en cuestión”5.

El acto de Benedicto XVI, viene a decir que los actos de los hombres importan y nos recuerda que hay dos principios que este mundo parece omitir: la legitimidad y la legalidad. Lo que plantea Agamben es que el desfallecimiento de los aparatos simbólicos, institucionales, tienen su raíz en el hecho que han perdido conciencia de la legitimidad. Por eso no alcanza con el poder judicial, con super legislar todo, (al modo de un Leviatán), dado que esto produce la pérdida de la legitimidad sustancial.

El acto de Benedicto XVI, su renuncia, (que como el personaje del film lo subraya) no es ceder, sino un acto que muestra que el bien y el mal están en lucha en ese tiempo mesiánico, que alude al tiempo que resta y no al Juicio Final en el que ya aconteció todo. Para él su acto si bien estaba contemplado en el derecho canónico, y en este sentido es “legal”, tiene una dimensión ética, es un acto que lo realiza en soledad y libremente. Demuestra que la legitimidad está en crisis en todas las instituciones. Su acto es “legítimo” porque es un acto que no proviene del temor al castigo ni a su búsqueda, sino de un acto político-ético, cuyas consecuencias son buenas y por eso se lleva a cabo. Asume las consecuencias de su acto, pone la causa por delante y la privilegia, dejando de lado la investidura y el poder que le otorgaba. El acto de Benedicto XVI se puede leer desde lo que Agamben plantea en la segunda parte del libro: el lugar que ocupa el mal en el contexto global de la ultraderecha y cuál puede ser la salida.

Benedicto XVI saca el mal del plano ontológico, y lo introduce en el misterio de la escatología; misterio que, al decir de Agamben, no es algo oculto sino un drama histórico, cuyo escenario es el mundo.

Es por eso que se autoriza a realizar ese acto. Si el mal es ontológico nada se puede hacer para remediarlo. Ya está jugado todo en un tiempo que es apocalíptico. En cambio, en el tiempo que resta es posible hacer algo con el mal, no hay juicio final, hay siempre un tiempo porvenir, tiempo en el cual es posible darle lugar a los actos que conjuguen ambos conceptos: “la legalidad y la legitimidad” y cuyo resultado sería, parafraseando a Agamben, la posibilidad de “una vida buena”.

Si las instituciones están en crisis, el psicoanálisis no está fuera de esta crisis. Sin embargo, Lacan, propicia una salida para el discurso capitalista, que es el discurso del analista.

En dicho discurso el lugar del agente lo ocupa el objeto a encarnado, lugar del santo en tanto no goza, “no se cree meritorio, lo que no quiere decir que carezca de moral”6. Impone este discurso el anudamiento necesario entre legalidad y legitimidad, propiciando el acto del analista, ya sea el acto que, en tanto corte, produce escansiones a lo largo de un análisis, de las que se extrae un saber cada vez, como así también el acto que lleva a un analizante a finalizar su análisis. En el que no hay juicio final, sino un juicio intimo en un tiempo que siempre tiene un resto.

 

Mónica Biaggio es psicoanalista, reside en Buenos Aires.

Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la AMP. Artista plástica, egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano. Estudio con Carlos Gorriarena, Miguel Ángel Bengochea y Ernesto Pesce.

 

Notas Bibliográficas:

1 Freud, S, (1930) El malestar en la cultura, O.C XXI, Amorrortu, Bs. As, 1992, p. 121/2.

2 Meirelles, F, Los dos Papas, Netflix, 2019, 1:20:40.

3 Laurent, E., La Ley de hierro del superyó. Entrevista a Eric Laurent, enero, 2011, http://www.eol.org.ar/.

4Agamben, G., El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2013, p.55.

5op.cit. pág. 58.

6Lacan, J, Radiofonía y Televisión, Anagrama, Barc

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