Se van de casa porque quieren vivir mejor, porque quieren ganar más, porque aspiran a nueva vida o porque es la única manera de preservar la que tienen. Las razones detrás de las migraciones que cruzan el planeta son tantas como las historias que nutren cada cruce de frontera y cada pedido de asilo. Estados Unidos busca desde hace años resolver la situación de millones de ilegales que se fueron instalando en ese país, al tiempo que intenta frenar a quienes desde el sur aspiran a que se abran las puertas como sea. Gobiernos y políticas de distinto signo no lo han conseguido y, pese a los intentos frustrados y a las muertes en el camino, el deseo por una vida mejor siempre puede más que las políticas represivas. Aunque las olas migratorias golpean a Europa desde hace décadas, sobre todo provenientes del África miserable, es recién ahora, cuando la guerra civil en Siria expulsa a millones, que el viejo continente afronta una verdadera crisis que resquebraja los cimientos mismos de la Unión. Pese a los ruegos de Alemania, la mayoría de los países se resiste a recibir a los refugiados y las excusas son siempre las mismas, el gasto excesivo en políticas públicas que significa recibir a esas multitudes, el temor a que la llegada masiva de mano de obra redunde en falta de trabajo y las dificultades de asimilación de culturas tan diversas. Ahora se suma otra razón de peso por la cual algunos países no quieren saber de nada con dar amparo: el fantasma del terrorismo.
Los refugiados provienen fundamentalmente de Siria, acorralada por una guerra civil que arrancó en 2011 y que desde 2013 vive la embestida anacrónica y salvaje de las milicias fundamentalistas de Ejército Islámico, pero también llegan desde Irak, Afganistán, Somalia, Libia, Eritrea, la República Central Africana y más países. Más de un millón trescientos mil refugiados llegaron a Europa durante 2015 y la cifra es, sí, apabullante, pero es nada en relación con los millones de desesperados que se quedan en los territorios vecinos y mucho más pobres como Líbano, Jordania y Turquía, país que, por cierto, se convirtió en una pieza indispensable para que Europa pueda seguir estirando el tiempo en la medida de sus necesidades. Un controvertido pacto firmado en 2016 compromete a Turquía –que ya alberga a 2,5 millones de refugiados– a absorber a todos los ilegales que lleguen a Europa, a cambio de 6.000 millones de euros, la eliminación de visas para los ciudadanos turcos y el avance del proceso de adhesión a la UE, un proceso detenido por objeciones de varios países miembros. Europa también se comprometió a poner en marcha un proceso de absorción de sirios más ambicioso, algo que también es cuestionado por selectivo.
Para los organismos humanitarios el acuerdo entre Europa y Turquía es una vergüenza y un lavado de manos, además de ser una violación de los tratados internacionales en la materia. Cuestionan además a Turquía porque no lo consideran un país seguro para refugiados e inmigrantes. Más allá del acuerdo económico, se trató de “una abdicación de la responsabilidad moral y legal de Europa de brindar protección a quienes la necesitan”, según Médicos sin Fronteras (MSF). Para algunos analistas políticos, por su parte, se trata de un trueque inmoral. Mientras Turquía siga recibiendo a los refugiados que Europa se saca de encima, el presidente Recep Tayyip Erdogan podrá continuar con sus políticas represivas y autoritarias porque nadie levantará la voz para reprimirlo ni sancionarlo. Negocios son negocios.
El mundo tomó conciencia de la crisis de puertas cerradas con una foto, la de Aylan Kurdi, un nene de tres años vestido como para ir a un cumple o a su primer día de jardín y que parece dormir una siesta sobre la arena mojada del mar Egeo. Un chico muerto sin asesino a la vista que consiguió, en su despojo, hacernos sentir a todos culpables de su destino. No solo Aylan estaba muerto en la orilla, también su hermano de cinco y su madre, como están muertos desde hace años miles de africanos que se hunden cada día en ese enorme cementerio marino que es el Mediterráneo. Europa, mientras tanto, construye muros, vallas, alambrados que van de Francia a Reino Unido, de Grecia a Turquía, de Macedonia a Grecia, de Eslovenia a Croacia, de Austria a Eslovenia, Croacia y Serbia… Son 1.200 kilómetros de puertas cerradas a la desesperación. El circuito es venenoso: hombres y mujeres que salen de sus países de origen a buscar una vida mejor a países en donde el estado de bienestar aún funciona pero está en crisis; sociedades atemorizadas ante una eventual invasión de extranjeros y diferentes por la posible pérdida de puestos de trabajo y de los valores locales, más políticos inmorales que especulan con esos temores atávicos; una industria de la seguridad que mueve millones en armas, vallas de todo tipo y sueldos para custodiar fronteras; otra industria del contrabando humano en la que las mafias trasladan a hombres, mujeres y niños por mar o por tierra sin hacerse cargo de los que quedan por el camino. Todo minado por la desconfianza, el interés económico, la miserabilidad política y una mitología que no permite tomar decisiones basadas en la realidad.
La Unión Europea tiene el 7% de la población mundial, maneja el 25% de la economía global y produce el 50% del gasto en bienestar social que se produce en todo el mundo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Europa revirtió la categoría de sociedad emigrante y se convirtió en un polo de atracción para los que buscan vivir mejor. Según los expertos, y más allá de la catástrofe siria -un hecho real que ha generado millones de desplazados-, la principal razón de la emigración en todo el mundo sigue siendo la económica y, de hecho, los números dicen que el 70% de los que arriban a Europa son hombres solos y sin familias, lo que indicaría que van en busca de prosperidad y no sólo de seguridad. Son, en definitiva, más refugiados económicos que refugiados de guerra.
Curiosamente, pese a que el sentido común indica que el camino al desarrollo de un país debería frenar la salida de ciudadanos hacia otros destinos, trabajos recientes señalan que cuando un país avanza en dirección a una mejor calidad de ingresos, en un principio no sólo no se detiene la emigración sino que se dispara, al menos durante el tiempo de transición hasta que el país se convierte en país desarrollado. El experto estadounidense Michael Clemens, investigador del Center for Global Development, determinó algunas de las razones que explican ese comportamiento que ha sido posible observar en países como México o Marruecos, por ejemplo. Por un lado, el crecimiento económico, la educación y el mejoramiento de la infraestructura conducen a que haya más gente con acceso a la información necesaria para emigrar y con capacidad de ahorro para llevarlo adelante. Por otra parte, el desarrollo económico rompe las estructuras económicas que inmobilizan a las personas y genera al mismo tiempo una desigualdad doméstica que, de alguna manera, fomenta la emigración. Por ejemplo, cuando una sociedad cuyo fuerte era la actividad rural se industrializa, comienza a haber diferencias y desigualdad de ingresos entre los habitantes que antes no existían y esto puede ser motor para la emigración. Por último, cuando un país comienza a desarrollarse, se convierte también en un país cuyos ciudadanos tienen más posibilidades de obtener visas y esto también motoriza la emigración.
Para el académico holandés Hein de Haas, de la Universidad de Amsterdam, el mayor problema actualmente en Europa es la incapacidad para entender el fenómeno de la migración en sí mismo y la fallida respuesta que vienen dando al tema como bloque. De Haas explica que el modo en que sociedades y economías se reconfiguraron en las últimas décadas también cambiaron las estructuras de la demanda laboral y la migración y que hay que pensar en las migraciones como en un cambio más de los que produjo la globalización más que en un problema a resolver. “Hay una enorme incompatibilidad entre políticas económicas que tienden a la liberalización, mayor apertura económica y desregulación de los mercados laborales, por una parte, y por otra, un llamado a una disminución de las migraciones”, sostiene. Y argumenta: “Si se crean sociedades ricas, abiertas y desregularizadas, esas sociedades inevitablemente atraen la inmigración. Pero si cerramos la puerta, ya sabemos qué se obtiene: más contrabando humano y más inmigración ilegal porque no hay canales legales para poder corresponder a esas necesidades. Hay que entender que hace 25 años que Europa es una fortaleza y que esto fue un fracaso total. La gente sigue llegando igual y el principal resultado ha sido un incremento de las mafias, más sufrimiento para los migrantes y un trágico record de muertes en las fronteras”.
Los especialistas coinciden: hay poquísima evidencia de que la llegada de inmigrantes reduce las posibilidades laborales y conduce al desempleo estructural o que precariza las condiciones de trabajo porque promueve la baja de salarios (en los casos que se ha comprobado, la baja es mínima). En este sentido es muy interesante el trabajo de rastreo que hizo Lidia Farré, investigadora de la Universidad de Barcelona, en su blog Nada es gratis, donde publicó los resultados de varias investigaciones. Farré se detiene fundamentalmente en un estudio de 2015 realizado por los investigadores Mette Foged (Universidad de Copenhagen) y Giovanni Peri (Cambridge), que se centra en un episodio ocurrido en Dinamarca entre 1986 y 1996, cuando llegaron a ese país miles de refugiados procedentes de países en conflicto (Bosnia, Afganistán, Somalia, Irak, Irán, Vietnam, Sri Lanka y Líbano). Los inmigrantes fueron repartidos por las autoridades en diferentes municipios sin tener en cuenta ni las preferencias geográficas ni las características socio-económicas de los inmigrantes. El estudio analiza el impacto de la llegada masiva de refugiados sobre las condiciones laborales de los trabajadores nativos menos calificados. Farré cuenta que de ese estudio es posible sacar tres conclusiones principales. “En primer lugar, la llegada de refugiados desplaza a los nativos hacia ocupaciones más complejas y con un menor contenido de tareas manuales. En segundo lugar, se estima un efecto nulo o positivo sobre el nivel de empleo y salarios de los nativos. Por último se observa que estos efectos persisten en el tiempo. Los autores concluyen que los resultados responden al hecho de que los trabajadores inmigrantes tienen características distintas a las de los nativos, y por tanto no son sustitutos perfectos en el mercado de trabajo. Mientras los inmigrantes tienden a concentrarse en ocupaciones con un mayor contenido de tareas manuales, los nativos se desplazan hacia ocupaciones menos manuales, con un mayor grado de especialización y sofisticación y posiblemente mejor remuneradas. Resultados similares a los del caso danés se han encontrado en otros países al analizar el efecto de la llegada masiva de inmigrantes económicos tanto en Europa como en Estados Unidos”.
Otro resultado interesante que ha aparecido en las investigaciones -y que pudo comprobarse también tanto en Estados Unidos como en Europa- es una cierta complementariedad entre los trabajadores inmigrantes y las mujeres locales calificadas. Muchos inmigrantes encuentran trabajo en el área de los servicios, sobre todo en el cuidado de niños y ancianos. Este aumento en la oferta de servicio doméstico les permite a mujeres nativas calificadas cambiar horas de un trabajo doméstico no remunerado por horas de trabajo remunerado, y progresar así en su carrera profesional.
Los expertos también coinciden en que si bien en un comienzo los estados deben desembolsar cifras importantes en el mantenimiento, los refugios temporales, la educación y la adaptación de los recién llegados (Alemania gasta unos 12 mil euros al año por refugiado), los beneficios económicos existen, aunque pueden tardar en llegar entre 3 y 10 años ya que es la incorporación al mercado laboral lo que permite que los inmigrantes comiencen a tributar. Hay estudios que demuestran que algunos países como Reino Unido han sido beneficiados económicamente por el ingreso masivo de inmigrantes en décadas anteriores. Naturalmente, inmigrantes calificados y que ya han estudiado en sus países de origen son los ideales si lo que se tiene en cuenta es lograr un estado de bienestar más autosustentable y con más beneficios. Los refugiados menos calificados habitualmente rinden menos pero porque pagan menos impuestos, no porque exijan más beneficios, y esto es porque tienen trabajos menos rentables: nada que los diferencie de las clases menos favorecidas entre los locales. Tampoco es cierto, dice el holandés Hein de Haas, ese otro mito del pensamiento progresista que señala que el ingreso masivo de inmigrantes puede resolver problemas económicos de los países o problemas estructurales como el envejecimiento de la población –que afecta a Europa pero comienza a afectar al mundo entero–, aunque puede tener un efecto positivo y ayuda a paliar el déficit del sistema de pensiones, en la medida que como trabajadores ingresen al mercado laboral formalmente.
Más allá de estas precisiones sobre las razones detrás del pánico ante la llegada de los inmigrantes, hay que señalar que ciertos temores sociales no solo tienen que ver con una mirada prejuiciosa o de desdén por el otro sino con una realidad tormentosa que nació luego de los atentados a las Torres Gemelas y la invasión a Irak. Los atentados terroristas en Europa despertaron en las diferentes sociedades un nuevo fantasma, que ahora con la aparición de ISIS se agudiza: la posibilidad de que quienes piden asilo no sean desesperados ciudadanos sirios que huyen de la guerra civil sino miembros de alguna de las organizaciones radicales islámicas que buscan entrar al país en donde llevarán adelante un próximo ataque. Estas sombras obligan a volver la mirada hacia las viejas olas migratorias que, lejos del sueño progresista, evidentemente no dieron paso a generaciones de sociedades multiculturales equitativas, como lo demuestra la guetificación de las grandes ciudades y el resentimiento que domina las comunidades de origen islámico de más bajos recursos.
No existe un modelo de cruce cultural o adaptación idílica y tan importante como recibir a los necesitados de amparo es construir una sociedad que pueda asimilar culturas diversas y muchas veces contradictorias. Un caso reciente puso en evidencia esta necesidad crucial. En la noche del 31 de diciembre de 2015, en los alrededores de la estación de tren de Colonia, la cuarta ciudad más grande de Alemania, unos mil hombres atacaron casi al mismo tiempo y con similares modos de intimidación y violencia a cientos de mujeres. Luego de acosarlas y humillarlas en grupo, las manosearon, les apretaron los pechos y los genitales, les robaron billeteras y celulares y, al menos en dos casos, también las violaron. Los testimonios de las víctimas coincidieron al declarar que, por su aspecto, los hombres parecían ser originarios de Medio Oriente y del norte de África. Alemania está a la cabeza de recepción de refugiados en Europa y no todos les dan la bienvenida con la misma convicción que la canciller Ángela Merkel, algunos por xenofobia y otros por temor. Si recibir a los refugiados es un deber moral de los países, diseñar estrategias de integración entre poblaciones tan diversas es otro de los deberes clave de las autoridades.
Episodios como el de Colonia agudizan las contradicciones del pensamiento progresista, que persiste en hacer a un lado temas como la inseguridad o las dificultades de la integración mientras avalan que siga siendo patrimonio de la derecha proponer soluciones que siempre serán razonablemente rechazadas por discriminatorias e inhumanas, pero a las cuales no se les contrapone nada que no sea una “tolerancia equivocada”, como describió luego de los sucesos de Colonia la feminista alemana Alice Schwarzer. Anna Sauerbrey, editora del diario Der Tagesspiegel, escribió entonces en una nota de The New York Times que “la izquierda ignoró por mucho tiempo la correlación que hay entre el crimen y la pobreza y la educación deficiente dominantes en las comunidades de refugiados”, mientras desde la derecha exageran los vínculos entre los refugiados y la actividad criminal, “aun cuando no hay estudios que hayan probado esos vínculos”. Tal como se ve, una pulseada filosófica que parece suspendida, mientras ideologías, mitos e impresiones siguen estando por encima de las evidencias.
Sí, hay un deber moral a la hora de dar amparo. Pero imaginar un mundo feliz por el solo hecho de recibir a cientos de miles de desesperados en un país próspero sin reflexionar sobre las enormes diferencias entre sociedades laicas y liberales versus sociedades conservadoras y religiosas es disparar hacia adelante en una fuga ciega y peligrosa. ¿Qué es más relevante, el derecho de los refugiados a una vida decente o la dignidad de las mujeres? ¿Qué hay que priorizar en un caso como el de Colonia: las necesidades de quienes huyen del horror en sus países o la integridad de los habitantes locales? ¿Cómo se compatibilizan esos derechos? ¿Está bien estigmatizar a todos los inmigrantes porque algunos de ellos son violentos? Estas y otras preguntas fundamentales agobian hoy no sólo a los alemanes sino a todos los ciudadanos de los países en los cuales el tema de la inmigración se ha convertido en un nudo tan desafiante como perturbador.
Hinde Pomeraniec es Licenciada en Letras, periodista y editora, reside en Buenos Aires.
Fue editora de Cultura y de Política Internacional en Clarín y en la actualidad es la responsable de Cultura de Infobae y conduce el noticiero internacional de la TV pública. Fue directora editorial del Grupo Norma y columnista de La Nación. Es autora de varios libros y en 2015 fue una de las organizadoras de Ni una Menos. Reside en Bs. As.
Raquel San Martín es Magister en Antropología social y cultural (FLACSO), reside en Buenos Aires.
Actualmente es editora en Siglo XXI Argentina. Periodista especializada en temas de educación, sociales y culturales, es autora de varios libros y estuvo al frente de los suplementos Ideas y Enfoques del diario La Nación, donde trabajó por más de 20 años. Reside en Buenos Aires.
* Capítulo del libro ¿Dónde queda el Primer Mundo?, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 2016.