A continuación queremos leer la política a partir de las premisas descritas por Freud sobre el inconsciente en busca de una explicación que nos permita superar los extravíos de una mínima racionalidad. La pregunta que deriva de semejante premisa es la siguiente: ¿es el mal revestido de bondad, efectivamente, una forma de ejercer la función política?
Los tiempos prepolíticos se caracterizan por ser, al decir de Spinoza, los de la violencia y la religión «entendida como fanatismo» que tuercen la voluntad y nublan la razón. Son tiempos, como dice Hegel en la Filosofía del Derecho, de sobrecarga de la “moralidad” —contrariamente a lo que se cree— porque son tiempos en los que cada quien y cada cual cree poder cobrar “justicia” por su propia mano, y porque cada individuo imagina su muy particular significado de “el bien” y lo universaliza. “Todo es posible”: robar, matar, restringir la libertad, para la satisfacción de su derecho, mediante la aniquilación del que piensa diferente y tiene el mal en sí mismo.
La prepolítica no es el tiempo del ethos, de la civilidad, del reconocimiento, sino el tiempo del poder sustentado en la barbarie. Otro, en cambio, es el tiempo del discurso y del quehacer propiamente político. Fue lo que puso de relieve Maquiavelo en El Príncipe al exponer las premisas que determinan la acción y la reflexión del ámbito estrictamente político: fortuna y virtud como componentes orgánicos del poder civil en Occidente, independientes del tradicional modelo teológico o eclesiástico. Después de Maquiavelo, en términos de la Modernidad, la “política del mal” se revela como una contradictio in terminis, como una inadecuación con la teoría y la praxis política, porque la función de lo político consiste, precisamente, en la superación de los fundamentalismos. La política, en efecto, es la superación de los sedimentos del absolutismo feudal, religioso y violento, que incursionó y se consolidó en Occidente con las invasiones de los déspotas desde el Oriente, después de la caída de Roma, durante la larga noche de la ‘barbarie retornada’.
Para hacer política se necesitan, por lo menos, dos términos. Al desaparecer uno de ellos, ya no hay más política, sino dominio salvaje, el poder despótico. La diferencia posibilita que el Otro aparezca como dividido, diferencia o “experiencia trágica” o experiencia política de una división irreductible como formuló Marcel Gauchet en La condition politique. Lejos de destruir la sociedad en su conjunto, la división conlleva una dimensión de totalidad que se halla implicada, precisamente, por la ‘figura de la ausencia’ que se revela en el corazón de la división social. Esta ausencia emerge de la incapacidad de cualquier actor social para dominar el sentido de la sociedad concebida como un todo, pues el juego indefinido de la división social impedirá a los actores individuales monopolizar dicho sentido de una vez y para siempre. La dimensión del antagonismo garantiza, más bien, que nadie pueda encarnar el sentido del todo; la dimensión de totalidad para Gauchet no se descarta sino que se invoca como un efecto de un debate interminable que impide a cualquier grupo llegar a dominar el sentido del todo social.
Freud se remitió a la tragedia griega preguntándose por la omnipresencia de incestos, parricidios y filicidios, como correlato inevitable de algo que se despliega desde el mito. La lógica, amo o esclavo, tal como lo expresan los textos griegos, implica ser o no ser un excluido de la polis, una nulidad como ciudadano. Lo que Benjamin Constant marcó como “libertad de los antiguos” e Isaiah Berlin denominó “libertad positiva”: la libertad entendida como la prerrogativa de intervenir en los asuntos de la polis.
La tendencia al dominio y al subyugamiento, amo o esclavo, Lacan lo expresa de esta forma: “Es del conflicto del Amo y del Esclavo de donde deduce todo el progreso subjetivo y objetivo de nuestra historia, haciendo surgir de esas crisis la síntesis que representan las formas más elevadas del estatuto de la persona en Occidente, desde el estoico hasta el cristiano y aún hasta el ciudadano futuro del Estado Universal”[1].
El texto de Freud, “El malestar en la cultura”, de 1930, tiene plena vigencia e indica que no hemos salido de la dominación-sometimiento. Aquello que vemos efectuarse en el campo de batalla se manifiesta a nivel de lo simbólico en los vínculos políticos. Esto se debe al carácter agonal[2] de la polis.
La tragedia griega desveló esa posibilidad que anida en lo humano, el oscuro fondo pulsional que nos habita, Eros y Tánatos, y que Lacan denominó goce, el nombre que asigna para la satisfacción de las pulsiones, tanto las libidinales como las de muerte. Freud se encargó de explicarnos que lo común y constitutivo del ser humano no es tanto la realidad de los hechos, sino el impulso, el deseo de cometerlos. Sin embargo, el hecho de que experimentemos tales sentimientos no nos condena, ya que algo se puede hacer con ellos, algo que tal vez los griegos no lograron vislumbrar.
En “Consideraciones actuales sobre la guerra y sobre la muerte”, Freud indica la incompatibilidad entre las pretensiones arrogantes de la racionalidad civilizatoria y los preceptos que deberían regular a los seres humanos, como la producción de la muerte y el respeto por los muertos. Se evidencia, entonces, que la muerte es el Otro de la razón en el universo de la modernidad. Como consecuencia de esto, la experiencia de desamparo del sujeto queda marcada por la eliminación y durabilidad del sistema de reglas prevalecientes previo al surgimiento de la modernidad. De este modo, la primacía conferida a la muerte y no a la vida en la construcción de la sociedad y del sujeto fue lo que condujo a Freud, progresivamente, a reconocer la ‘autonomía’ de la fuerza pulsional que se caracteriza por su acción no discursiva, su dimensión de silencio. Sin embargo, y debido al ruido que produce, la pulsión de muerte no se articula en el registro del lenguaje. Esta pulsión difícilmente puede reducirse a la búsqueda de una satisfacción libidinal. De ahí, surge su desdoblamiento, una vez obstaculizada la posibilidad de satisfacción directa, en el deseo de sumisión, en la posición de objeto de goce del Otro. Para Freud se trataba de establecer la hegemonía del yo, el predominio del intelecto sobre las pulsiones presentes en cada cuerpo, el gobierno de lo racional sobre lo irracional que también se presenta como objetivo de la política.
Con su obra Sade nos enseña qué supone la sumisión al mandato imperioso de un superyó terrible que dice “¡Goza!” e invita a dar muerte al otro en nombre del Otro.
Solo en Alemania, para ordenar la vida civil de los judíos, había 1200 leyes que se imponían a los arios. Lo cierto es que las leyes referentes a los judíos implican que no había ley alguna que legitimara su destrucción final. En otras palabras: ¿no será que tantas leyes (con minúscula) significan la abrogación de la Ley (con mayúscula)?
Lo que el concepto de pulsión de muerte confirma no es la idea de una voluntad maligna originaria en el hombre, la confirmación ontológica de la fantasía sadeana, sino la tesis de que lo pulsional no contiene en sí nada, ninguna indicación, que nos haga capaces de distinguir el bien del mal.
Por eso, la barbarie no es algo animal, la barbarie es política, política en el sentido de lo que se produce en el intercambio humano. Hay que atender a la barbarie de lo que es el ser. Hemos observado un desplazamiento explicativo del mal de la ética a la ontología, dando a entender que es en el entramado categorial relativo al ser donde están las claves de la barbarie moderna.
La barbarie produce la liquidación de la libertad del sujeto. En este sentido, si la modernidad conduce a la barbarie, no es para desviarse de su proyecto. Romper la lógica de la dominación no es romper con la lógica de la modernidad ni resignarse ni renunciar al proyecto ilustrado. No se trata de salirse de la historia, sino de percibirla desde la lógica del goce. El mal es producción de agresividad. El mal no es el sufrimiento sino hacer al hombre superfluo, consumación que convierte a los individuos en número. Arendt se refirió a una impotencia absoluta menos que humana al querer eliminar la libertad; límite que operó inclusive en la distinción entre vida y muerte. A ese respecto, decimos que Auschwitz fue la realización plena del sinsentido. Por ello, la singularidad del Holocausto remite a la realización plena del sinsentido: todo es posible, todo ser humano es potencialmente superfluo. El término necesario para el sinsentido no lo completa el mal radical, sino hacer del universo concentracionario[3] la alternativa de la vida para rehacer Europa y la vida.
Aquí podemos retomar la tesis que expone Arendt en Eichmann en Jerusalén sobre la extensión del nazismo, en el sentido de que estamos más en presencia de la falta de la ley simbólica que de la banalidad del mal. Hitler pudo ponerse por encima de la ley y encarnó aquel que hace excepción a dicha ley. Delegar la responsabilidad permitió a los SS actuar sin imposiciones y bajo el dominio del goce.
Horkheimer refiriéndose al tipo de hombre moldeado por la modernidad expresa: “Nada hay en la esencia del individuo burgués que se oponga a la explotación y aniquilamiento del prójimo. Por el contrario, el hecho de que en semejante mundo cada uno sea para el otro un competidor, y aun el hecho de que, en comparación con el crecimiento de la riqueza social, haya un exceso de hombres cada vez más pronunciado, confieren al individuo típico de la época ese carácter frío e indiferente, que, frente a los hechos más terribles, con tal de que ellos no afecten a sus intereses, se contenta con la más mezquina de las racionalizaciones”[4].
Hannah Arendt recurre al termino totalitarismo para denominar la nueva barbarie, que no es algo cualitativamente distinto de la tiranía o de la dictadura: “El totalitarismo tiene como objetivo último la dominación total del hombre. Y, habida cuenta de la naturaleza humana, ese objetivo sólo puede alcanzarse mediante las condiciones de vida que son las propias de los campos y el terror que de esas condiciones deriva (…). La esterilidad de los países totalitarios (los famosos cajones vacíos de los intelectuales alemanes después de la caída de Hitler) no es un epifenómeno gratuito, sino signo y símbolo del éxito con el que los gobiernos totalitarios han cubierto los objetivos de conquista y mantenimiento del poder[5].
El hecho de que existan hombres que autoricen las más grandes matanzas en nombre de determinados ideales continúa velando que borrar de la faz de la tierra lo diverso, la otredad, responde únicamente al capricho del amo, a su voluntad narcisista de perpetuarse; no es más que otro nombre de la muerte.
El individualismo producido por la modernidad, en un mundo marcado por la muerte de Dios y por la racionalidad de lo social condujo a un masoquismo y a un reforzamiento de la antinomia razón-barbarie. El paso del poder soberano al disciplinar, iniciado con la regulación de la cortesía, alcanza en la modernidad a diferentes sectores de la población y promueve la alienación progresiva de los hombres con todas las ramificaciones de las manifestaciones del deseo y la sumisión a un Otro cada vez más abstracto en la medida que se vuelven más complejos y sofisticados los mecanismos de control del Estado moderno. Todas las formas de racismo, intolerancia étnica, religiosa o nacional se fundan en el intento de hacer del diferente un absoluto extraño. Así, en su manifestación más elemental, el totalitarismo no pretende el control de la vida social, sino el cortocircuito de la otredad. Observamos, entonces, que la antinomia razón-barbarie se realiza ahí donde hay otro para proyectar el goce de uno contra otro o muchos: una masa, una entidad, una nacionalidad, una idea contra lo diferente.
Laura Arias es psicoanalista, reside en Buenos Aires.
Magister en Comunicación y Semiótica (PUC, Brasil). Doctora en Filosofía (UA, Madrid) Posdoctorado en Filosofía (CSIC, Madrid). Prof. titular de Historia de la Cultura en Univ. Católica Argentina.
Notas bibliográficas:
[1] Lacan, J., “La agresividad en psicoanálisis”, en Escritos 1, Siglo XXI, México, 1984, p. 113. [2] agonal: Si la modernidad tiene su origen dogmático en la antigua Roma, sería conveniente precisar lo que hemos perdido con la desaparición de la tragedia tal y como la concebían los griegos. En la escena trágica, como sabemos, no hay diálogo. Lo agonal es la característica de la polis. Es la tensión propia de la vida donde no hay certezas sino incertidumbres. Con la muerte de la tragedia se introduce el diálogo. Un diálogo que busca eliminar la incertidumbre, busca el significado, el entendimiento, negando que lo propio de la condición humana es el malentendido. [3] concentracionario remite a campo de concentración. [4] Horkheimer, M., Teoría crítica, Amorrortu, Buenos Aires, 1998, p. 206. [5] Arendt, H., La nature du totalitarisme, Payot, Paris, 1990, p. 172.